- Ana Lorente
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- 2014-10-01 11:43:38
Mestizos y fuera de la ley, los claretes perviven, sin embargo, con la fuerza de la tradición. Incluso arropados por la alegría de la fiesta, como la remojada que se celebra en Rioja, en el entorno de San Asensio, el día de Santiago.
Rosados y claretes padecen la dolorosa herencia de malas prácticas, de tiempos en que los vendedores a granel o incluso los propios bodegueros mezclaban al buen tuntún vinos blancos y tintos, o tintaban los blancos con el recuelo de los odres o los tinos de tintos viejos.
Han quedado marcados a fuego por la ofensiva coplilla dedicada vino que tiene una tal Asunción. Incluso un crítico moderno como Xavier Domingo, iconoclasta y deslenguado como pocos, escribía: “Alguna gente cree que el vino rosado es una mezcla de tinto y blanco. La cosa no es grave. Lo grave es que entre esa gente se encuentren algunos elaboradores de rosado”.
Pero rosados y claretes son otra cosa, y más ahora, cuando los elaboradores dominan y cuidan la viña y la enología, y solo persiguen complacer a su público.
Clarete... ¿está claro?
La legislación del vino no reconoce el nombre de clarete, pero ahí están, elaborados con uvas blancas y tintas que se maceran y en algunos casos hasta fermentan juntas y que alcanzan tonos que van del rosa al naranja, según las variedades y las proporciones.
Claro que, al no estar legislados, cada zona e incluso cada productor tiene sus fórmulas personales, a menudo transmitidas de generación en generación, y mantenidas con suficiente éxito de ventas como para que valga la pena elaborarlos cada vendimia. Así ocurre en Rioja, junto al río Najerilla, por San Asensio, Cordovín, Hormilla, Badarán... donde los tórridos veranos se pasaban tradicionalmente a base de ese vino joven, fresco, afrutado, ligero y alegre. De color más naranja que rosa, de Viura y más Garnacha que Tempranillo. El que riega la villa y los festejos hasta pintarlos de rosa el día de Santiago.
Rosado, alma de tinto
Los rosados, gloria de Navarra, de Cigales y de algún rincón murciano, por Yecla y Bullas, son producto de una delicada elaboración, casi exclusiva de uvas tintas que se maceran en frío hasta que el mosto adquiere el color deseado. Entonces se separa el líquido (mosto yema) o se prensan ligeramente los hollejos antes de separarlos del mosto que seguirá el proceso de fermentación solo, como un vino blanco. Así consigue extraer aromas intensos y cierta complejidad pero mantenerse en el paladar fresco y ligero. Por eso se define con un frase muy gráfica: “Alma de tinto y cuerpo de blanco”.
A ambos, cada uno en su estilo, hay que agradecerles, además de su delicia, la delicadeza en el destete de las generaciones jóvenes, sus primeras experiencias.