- Redacción
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- 2016-03-10 15:46:46
Es cierto, son preciosos, desde las joyas de cristalería antigua con sus tallas y filigranas hasta la más basta copia panzuda de vidrio industrial. Desde los clásicos garrafones simétricos hasta los ánades planos o los delicados cisnes merecen un lugar de honor en la mesa. Nada de preservarlos polvorientos al fondo de la vitrina, hay que usarlos a diario… Por ejemplo, para servir el agua.
Texto: Ana Lorente
El decantador o decanter es esa curiosa botella de fondo plano que se incluye inevitablemente en las listas de boda o que los amigos bienintencionados aportan, junto con el termómetro y el higrómetro, al ajuar del aficionado novel. ¿Para qué le sirve? Ahora para nada, pero si persevera en la afición y tiene buen ojo en la selección de las compras para la bodeguita que está inaugurando, es posible que dentro de 15 o 20 años ya pueda estrenarlo. Quizá entonces alguna de sus mejores botellas, de las duraderas, de las que le han exigido paciencia, haya sedimentado taninos y otros sólidos que sería molesto encontrar en la copa y en la boca. Para eso sirve decantar, para librar al vino, con delicadeza, de sus posos.
¿Cómo se hace? Pues eso, con delicadeza. Si hay que servirlo en seguida se mantiene la botella lo más horizontal posible, tal como estaba durmiendo en la bodega, se descorcha con el mínimo movimiento y se vierte el vino en el decantador con suavidad, continuamente, deslizándolo boca a boca, por el cristal del cuello del decantador. Para advertir cuando hay que parar porque empiezan a llegar los posos se coloca una luz detrás del gollete, generalmente una vela, porque resulta muy romántico. Pero hay que ser conscientes de que lo que pretendemos es gozar del vino, de modo que, ¡ojo!, no apague la vela allí mismo de un soplo, porque el olor de la cera quemada y del humo impregnará la sala y el vino. Moje la mecha o llévela a otro sitio.
Si no hay prisa, es mejor poner de pie la botella un par de días antes para que los posos vayan al fondo antes de decantarla.
Dame un respiro
Hay otra razón por la que se trasvasa el vino y es “para que respire”. El vino es un ser vivo al que le afecta, y mucho, el tiempo y las condiciones en las que se conserva. Puede oxidarse, puede convertirse en vinagre o, con más frecuencia, puede sentir que se ahoga en su encierro, en la botella. Todos hemos leído cuentos de genios encerrados que, cuando se liberan salen dando gritos y metiendo prisa: “¡Venga, pide tus tres deseos o me largo!”. Es decir, genios con muy mal genio. Pues eso mismo le puede pasar a un vino que lleva mucho tiempo en botella, que al abrirla huela de una forma que los técnicos no llaman aroma ni perfume sino “tufo de reducción”. La palabra es muy gráfica, permite imaginarlo. Lo bueno es que eso se le pasa al vino “respirando”, es decir, recuperando el aire, el oxígeno.
No basta dejar abierta la botella porque el gollete es estrecho y la renovación de aire es casi nula. Para acelerar el proceso se puede trasvasar a un recipiente más amplio -una vulgar jarra o un historiado decantador-, se puede verter a través de uno de esos embudos ultrarrápidos de efecto Venturi o simplemente se puede servir directamente en la copa, acariciarla, agitarla, hacerla girar… y seguir paso a paso el proceso de cómo se despereza el vino, cómo va cambiando en la nariz y pasa del tufo o del hermetismo a la conversación amistosa. Al mismo ritmo de los comensales.
Por eso, cuando frente a un vino de cierta edad el sumiller o uno mismo se pregunta: “¿Lo decanto?”, hay que pensar en esas sensaciones, o si es en casa hacer una prueba con el vino directo de la botella o decantado. Y no decidir por prisa, sino por placer.