- Redacción
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- 2016-05-04 11:53:55
Antranilato de metilo, aldehído feniletílico, betaionona, betacitronelol, geraniol… No será fácil pronunciar estos palabros poniendo los ojos en blanco y con una bobalicona sonrisa de placer en los labios. Sin embargo, cualquier escapada al campo en esta primavera floreciente nos dibuja ese gesto soñador y sensual. Solo el vocabulario cambia: acacia, capullo de rosa, manzanilla, violeta, retama…
Texto: Ana Lorente / Foto: Heinz Hebeisen
Es el mejor momento para estrenar o entrenar la nariz catadora. El aire está limpio, reluciente. Las plantas exhiben sus mejores galas, todo lo que pueda ayudarles a atraer a los porteadores de sus semillas, de su polen, todo lo que les asegure la reproducción. Este despliegue visceral de la naturaleza se exhibe tan escandaloso como una peli porno y huele casi como el departamento de cosmética de unos grandes almacenes. Colores deslumbrantes, olores tentadores reclamos para insectos y avecillas son, por añadidura, un regalo para la vista y el olfato. Muchos de esos aromas los encontraremos tarde o temprano en una copa, en la sutileza de los vinos blancos jóvenes, en la profundidad de algún tinto con tiempo de barrica.
Son los aromas florales, la explosión de esos compuestos químicos de nombre imposible que comparten algunos vegetales, algunas flores, con algunos vinos. Y el olfato, como el gusto, son sentidos químicos, capaces de diseccionar y analizar un producto en sus componentes, el gusto captando en estado líquido y el olfato en estado gaseoso.
Este es el mejor momento porque la memoria olfativa se desarrolla por asociación, uniendo olores a recuerdos, y en esta época los olores se ven. Cuando frente a una copa el director de cata o la ficha de la guía o de la bodega anuncian “delicado aroma de flores blancas: acacia”, nos exige un conocimiento y un ejercicio. Quizá ni siquiera hemos olido una acacia, o lo olvidamos hace mucho tiempo, y al fin no es más que una palabra. Pero ahora la estrujamos entre las manos, hemos tenido que trepar un poco para alcanzar ese racimo y meter la nariz entre las florecitas, y arrancar los pistilos y chupar el néctar, que en algunos sitios se llama pan y quesillo. Y ese momento, unido a ese olor, ya no lo vamos a olvidar. Nos aparecerá como una visión clara en algunas copas de Chardonnay, aunque el aroma sea evanescente, sutil y confuso, quizá detrás de un velo de intenso olor a miel.
O si tenemos la suerte de agenciarnos un enorme ramo de retamas, con ese amarillo deslumbrante, y nos lo llevamos a casa en la bandeja del coche bañada por el sol, emborrachando el ambiente cerrado, ese olor y esa visión dorada, esa explosión feliz en el retrovisor, no lo olvidaremos nunca. Aunque sería bueno asociarlo y reconocerlo inmediatamente, al llegar a casa, en una copa de Sauvignón Blanc.
Y otro tanto con el olor a rosas en los Gewürztraminer o en moscateles. Oler, vivir el momento, memorizarlo y revivirlo pronto. Ese es el proceso. De lo contrario nos encontraremos, como tantas veces, con la copa en la mano, la nariz dentro, los ojos cerrados, el entrecejo fruncido y la desesperación… “pero si lo sé, si esto es muy conocido, si lo tengo en la punta de la lengua”. Claro, ahora que lo dices, era violeta.
¿De dónde salen estos aromas? Unos, de la propia uva: basta recordar cómo un moscatel es inconfundible, huele a uva Moscatel, y esa la reconocemos. Otros, sin embargo, se desarrollan con ayuda externa, sea en el proceso de fermentación, por las modificaciones químicas que producen las levaduras, o por el tiempo, la microoxigenación, la madera. El mundo de los aromas en el vino es complejísimo, ocupa sesudos tratados técnicos y siempre hay nuevos descubrimientos. Es posiblemente el que más obsesiona a los elaboradores y el que más complica y perturba a los bebedores y a los catadores. También el que más satisfacciones proporciona.
Y a propósito de satisfacciones, campo y florecillas, si tiene oportunidad de visitar una viña en estos meses –cosa fácil porque el país está salpicado de ellas–, no pierda la oportunidad de oler la flor de viña: humildes, diminutas, son las que se convertirán en los racimos de fruto, pero ahora son un ramillete del más goloso olor, el que ha recogido G’Vine en su Floraison, ginebra destilada de vino. Inolvidable.