- Ana Lorente
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- 2017-12-12 11:09:58
Rosario no es lo que rezaron los bodegueros franceses cuando vieron por primera vez explotar sus botellas de vino blanco. O quizá sí. Pero hoy la palabra se refiere a esa evanescente y dorada columna de burbujitas que asciende desde el fondo de una copa de espumoso hasta la superficie… y más allá, hasta el brillo de los ojos festivos, hasta la picardía de la sonrisa, hasta la ilusión de cada brindis.
D e aquella vez en que los tapones salían disparados por la bodega y que el propio vidrio de las botellas se quebraba con estruendo por la presión del líquido, los bodegueros aprendieron muchas cosas y muy importantes: la potencia del gas, del anhídrido carbónico, el milagro de la segunda fermentación dentro de la botella y, cuando se atrevieron a probarlo, la deliciosa experiencia de la ácida y fresca espuma en la boca y sus ricos efluvios de levaduras, de pastelería, en la nariz.
Para aprovecharlo hubo que inventar las botellas de vidrio grueso y fondo cóncavo, los tapones de corcho panzudos, las bridas o los morriones de metal para sujetar firmemente los corchos, los pupitres para voltear las botellas en reposo, las tenazas para degollarlas, tuvieron que existir la viuda de Clicquot y las copas con la forma del pecho izquierdo de Madame Pompadour... y más tarde la moda de las copas flauta que ya está dando sus últimos coletazos.
Y en esas copas es donde mejor se luce el rosario, la ordenada columna de burbujitas que asciende desde el fondo y alegra la vista hasta que se acomoda a modo de corona en la superficie del líquido, donde roza con el cristal. Rosario y Corona son un indicativo de calidad. Primero porque informan de que ese gas carbónico tiene un origen orgánico, producido por esos organismos maravillosos que son las levaduras y no por una bomba de presión, como ocurre con las gaseosas o los refrescos carbonatados. Pero también porque su tamaño, delicadeza de movimiento y permanencia dan idea del tiempo en que el gas ha ido integrándose en el líquido, es decir, el tiempo de crianza de un cava o cualquier espumoso fermentado en botella, los meses que ha dormido en la cava, en la cueva. Los técnicos dicen que el tamaño de las burbujitas depende también de la temperatura a la que se ha producido la fermentación, tanto la primera, la que convierte el mosto en vino, como la segunda que lo transforma en vino espumoso. Claro que eso no es garantía de la buena calidad del vino base, pero si de los cuidados que lo han rodeado. Y aún así la simple visión puede ser muy engañosa. Basta comparar la diferencia de la espuma en un par de copas, o en media docena recién servidas de la misma botella, para comprobar el importante efecto de la propia copa. Efecto o, mejor dicho, defecto, puesto que son las mínimas imperfecciones del cristal las que rompen el líquido y permiten que escape el gas, o los ínfimos residuos de jabón los que aumentan el tamaño y la inestabilidad de las burbujas.
De modo que si, claro, hay que servir el espumoso cuidadosamente deslizándolo por la copa inclinada para que no pierda gas, y hay que contemplar con fascinación cómo asciende ese reflejo de su alma en forma de rosario, pero la última palabra, el criterio de calidad o la nota de cata la tienen los otros sentidos, el aroma, el gusto y el tacto en la boca, la delicadeza con que las burbujas no bombardean sino que acarician con un puntito perverso el paladar. ¡Chin, chin!