- Ana Lorente
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- 2018-07-09 00:00:00
Un albariño de las más escarpadas rías, una manzanilla de Palomino de albarizas salpicadas por la brisa de Sanlúcar, una malvasía de Alicante, un tinto nebbiolo de Baja California. Cuando lo catan, los entendidos afinan el amplio término que se engloba como “mineralidad” para convertirlo en algo tan claro, tan fácil para todos los paladares como es “sal” o “salinidad”. Sin embargo, para quienes lo analizan en laboratorio o lo diseccionan como un proceso químico, esas sensaciones y sus explicaciones son mitos, paparruchas. Como siempre, en esto del vino, nos queda mucho por descubrir.
L a mineralidad se puede definir como los rasgos de aromas y sabores que sitúan un vino en su suelo, en su geología. Algo que hoy, cuando la competencia comercial es tan fuerte, tiene mucha importancia, es la defensa de lo que distingue una procedencia, lo que no pueden copiar las técnicas de elaboración, el terroir. Los vinos minerales están de moda y hacen poner los ojos en blanco a los catadores y los aficionados que alaban su complejidad, y apuestan por acertar procedencia: los granitos de tal sitio, las pizarras del otro, las lavas volcánicas de más allá...
Y es que el sentir general, la lógica evidente, ha sido que esas características proceden directamente del suelo que alimenta las raíces de la cepa. De ahí que los puristas eviten los abonos y tratamientos sanitarios también por esa razón, por no modificar la pureza de los componentes del suelo. Pero los científicos no parecían conformes. De hecho, las raíces no se alimentan de jugo de piedras, no son capaces de asimilar productos compuestos sino iones –que son el grado más mínimo de partículas cargadas de electricidad–, que les llegan disueltos en agua. Y así, algunos estudios recientes demostraron que la mineralidad, los minerales que contiene el vino, dependen sobre todo de la variedad de uva y del proceso de elaboración del vino, de la acción transformadora de las levaduras.
El vino se compone de agua, alcohol y un montón de productos y compuestos orgánicos y minerales. Muchos de ellos son sales, sulfatos, fosfatos, cloruros, combinaciones con elementos químicos como yodo, zinc, silicio, calcio, bromo... y así hasta 900. Y algunas de esas sales son iguales o comparables a las que conocemos en la cocina como sal –el cloruro sódico– o como el glutamato monosódico, el tan cacareado umami que nos han descubierto desde Oriente. Las sales en el vino son un estupendo aporte para el organismo, y no solo para el paladar, para incrementar los sabores, sino también para despertar el apetito, para segregar saliva, para ayudar en la digestión… como lo hacen las aguas minerales de diferentes composiciones. Eso sí, mucho más ricos que el agua.
Notamos la mineralidad, el pedernal, tanto en el olfato como en en el paladar, tanto en aromas como en sabores.
Afinando mucho, aunque la sal común no tiene aroma, podemos evocar la sensación de respirar frente al mar y por supuesto en el gusto. Es una sensación que, por ejemplo, en vinos blancos puede deberse a la falta de azúcares residuales y de acidez. Eso ocurre en los finos y manzanillas, donde las levaduras han acabado con el azúcar durante esa larga crianza bajo el llamado velo de flor, es decir, bajo una cubierta de golosas levaduras.
Un minucioso estudio comparativo realizado por AECOVI entre los finos de Jerez y las manzanillas de Sanlúcar y la costa ha venido a poner un poco más en claro el misterio sobre de dónde procede la salinidad sensible, la que notamos. La solución parece poner fin a una batalla comercial entre vecinos. Y la conclusión es que realmente la proximidad del mar, su influencia geológica en el suelo, en el clima y directamente en la humedad ambiental y en la sal que vuela en brazos del viento influye en el vino, primero en la viña y después en las levaduras de la bodega. Por eso las manzanillas tienen casi el doble de sal que los finos (como media 40 miligramos los finos por 70 miligramos en las manzanillas), aunque proceden de la misma uva y de idéntica crianza.
En una cata se distinguen igualmente los albariños de interior de las Rías Baixas de los que vegetan en las mismas orillas, salpicados, en tierra y en fruto por el mar y la espuma.
¿Mitos? ¿Paparruchas? Seguro que hay mucho por descubrir, pero dejemos sentir al paladar, sin miedo a la razón, sin cortapisas. El tiempo dirá.