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Tacto

  • Redacción
  • 2018-10-15 00:00:00

Hay sabores azules, sonidos dulces, colores chillones....Toda esa confusión de los sentidos –vista, olfato, oído– se llama sinestesia y es muy usual en el lenguaje común y sorprendentemente exacta y útil al describir, al comunicar sensaciones en la cata, en la degustación. Pero cuando hablamos de un vino sedoso, aterciopelado, oleoso... nos referimos con precisión a un solo sentido: el tacto.


L a idea de tacto se suele localizar en la yema de los dedos, aunque es algo mucho más amplio, es de lo que se ocupa el órgano más extenso de nuestro cuerpo: la piel. Un órgano que recubre superficies y cavidades tan necesarias en la degustación como la boca y la nariz. Gracias a ella somos capaces de sentir no sabores ni olores, que de eso se encargan otros sensores, pero sí la temperatura, la suavidad o rugosidad, lo punzante de las burbujas de carbónico, la fluidez, la astringencia y otras muchas características que para entenderse hay que nombrar en imágenes, en metáforas.

Así como la calidad general de un vino se asocia a formas geométricas –un vino puede ser redondo, afilado, plano, recto...–, la sensación táctil evoca a menudo lo que tocamos cuidadosamente con las manos, es decir, los tejidos. Y si cualquiera puede distinguir una seda de un terciopelo o de un papel de lija, no hay más que trasladar esos ejemplos a la boca y un vino será sedoso si acaricia con delicadeza y fluidez, aterciopelado si la densidad y la duración dejan una huella refinada pero con más peso y, si recuerda a la lija, se definirá como áspero o astringente. En menor medida será rugoso, en mayor, punzante o puntiagudo.
Lo que produce esas sensaciones puede aliarse muchas veces con los sabores, por ejemplo un vino aterciopelado lo es en muchos casos por el dulzor, aunque no siempre por los azúcares sino también por algún alcohol denso como el glicerol. No hay más que recordar la suavidad que produce la glicerina en jabones, cremas o medicamentos. Y si esa sensación fuera muy notable, hablaríamos de un vino oleoso, es decir, que su consistencia recuerda a la del aceite.
Carnoso es una cualidad que, más que los carnívoros, solo pueden percibir y asociar perfectamente quienes saben cómo es capaz de llenar la boca un beso profundo, intenso, largo y rebuscador. La antítesis se califica como descarnado y se refiere a falta de estructura, de consistencia.
Las sensaciones son tan complejas y se superponen tan inmediatamente que sería imposible diseccionarlas y definirlas o nombrarlas por sus causas químicas, aunque las conociéramos: acidez, azúcares, alcohol, taninos, etc. Eso era fácil cuando a finales del siglo xix el vino se definía por una docena de componentes. Un siglo más tarde, los componentes químicos aromáticos se cifraban en 864 y ahora se supone que la composición reúne miles de elementos de los que apenas ponemos cuantificar unos cientos.
Un problema añadido es que cada cual tenemos nuestros umbrales de sensibilidad a sabores, olores, sonidos, tactos, diferentes a los de los demás, y distintos para cada sensación (hay quien no soporta una mínima pizca de acidez o quien no es sensible al dulce hasta que se le pegan los labios). Si a eso se suma que el lenguaje que utilizamos es evocador y literario, en vez de técnico y exacto, nos enfrentamos con una dificultad de comunicar y de compartir que genera discusiones bizantinas frente a una copa. Pero no importa, siempre son enriquecedoras, instructivas. Nos obligan a profundizar o, lo que es lo mismo, a disfrutar más profundamente, a conocer mejor a los comensales y bebensales y, por supuesto, a ensalzar y recordar al vino, que se quedaría en nada si en la mesa y en la sobremesa no hablásemos de él. ¿De qué hablamos? De vino y de placer. Intentar entenderse es importante pero aún más ir creando un lenguaje que no existe o que está demasiado estereotipado. Y hay mucho que decir en cada brindis.


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