- Ana Lorente
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- 2019-01-31 00:00:00
Según cuentan las crónicas, el exigente Luis XIV, el Rey Sol, solo se alimentaba en su lecho de muerte con bizcochos y vino rancio de Alicante. No precisan el termino “rancio” porque el sentido tan amplio y contradictorio de esa palabra no tiene traducción a otros idiomas, pero esos eran los vinos que en ese tiempo exportaba en exclusiva el puerto de Alicante.
R ancio puede significar pasado, oxidado, deteriorado, viejuno... cuando se refiere a grasas, modas o ideologías. Pero ese mismo sentido del efecto del tiempo, que en general resulta muy peyorativo e incluso destructivo, cuando afecta al vino puede ser como una varita mágica, capaz de convertir calabazas en carrozas de oro o, lo que es lo mismo, uvas sin una gracia especial en vinos excepcionales. Y no solo por la acción del tiempo, como ocurre en las crianzas, reservas, grandes reservas… sino por el efecto –en estos casos, beneficioso– de la temida oxidación.
La diferencia de ese efecto está en la propia materia prima, en el vino, incluso en la uva de la que procede. Si el vino es de consistencia más o menos ligera y de graduación alcohólica comedida –es decir, lo normal de un vino de mesa–, corre el peligro de estropearse en contacto con el aire y en condiciones peligrosas como luz, temperatura, movimiento… Pero si ese vino está protegido de las bacterias acéticas que lo convertirían en vinagre gracias a un exceso de azúcar o un excelente desinfectante como es una buena cantidad de alcohol, en vez de avinagrarse o perder su estructura y color, se convierte en “rancio”, profundo, exquisito, complejo, irrepetible… sea en versión dulce o, aún mucho mejor, secos. Esa “materia prima” tan resistente son los vinos generosos, capaces de resistir tiempo inmemorial en criaderas con temperaturas mudables, de sobrevivir a trasiegos, de inmunizarse frente a las maderas viejas y de soportar el olvido hasta que otra generación los descubra.
En sentido amplio, se podría incluir la familia de los generosos del sur, los olorosos y demás parientes encabezados que duermen en las soleras, pero generalmente el termino “vino rancio” se aplica a las viejas garnachas aragonesas, a los Rueda dorados, asoleados en garrafas y damajuanas en los tejados castellanos, a los fondillones alicantinos de 20 años que alegraron sus últimos días al Rey Sol y a tantos otros mediterráneos, desde la Cataluña francesa al Condado de Huelva.
Pueden estar hechos de Monastrell, de Pedro Ximénez, de Garnacha blanca o tinta, de Verdejo, Viura, Palomino… Pueden estar encabezados con alcohol para alcanzar los 17 0 18 grados, o bien, en algunos casos excelsos, haberlos logrado naturalmente por el sol, la concentración y el dulzor de la fruta, algo que solo ocurre en nuestra geografía y nuestro clima y que solo resisten nuestras levaduras por su larga historia genética.
Tan diversos pero con mucho en común: la oxidación “noble” que les aporta aromas tostados, gusto de frutos secos y bollos y pasteles y mantequilla avellanada, duración en todos los sentidos, capacidad para hacer un pulso con el chocolate, elegante memoria de maderas… En fin, la mejor compañía para un invierno, para un libro, para una música, para una conversación, para el amor... con chocolate.