- Ana Lorente
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- 2019-03-29 13:12:00
Para desentrañar el confuso uso y abuso actual de este término hay que ir a la raíz. Nunca mejor dicho, cuando precisamente hablamos de plantas. Autóctono, en el caso de personas, significa originario del país en el que vive. Si se aplica a otros sujetos y objetos, son los que han nacido o se han originado en el mismo lugar donde se encuentran. ¿Está claro? Pues no.
S e podría decir que las palabras en sí son inocuas. No hacen daño a nadie, están tranquilas en el papel o en el aire hasta que se usan como armas arrojadizas para defender intereses, sean ideológicos o económicos, que si se hurga vienen a ser lo mismo. El aprecio de las variedades autóctonas es muy razonable. Las cepas bien adaptadas y arraigadas en un territorio, clima y tipo de suelo dan uvas de calidad para elaborar un vino determinado. Por esa regla de tres, la plantación indiscriminada de variedades de moda solo conduce a la homogeneidad universal de vinos mediocres.
El problema surge al poner fecha al arraigo, a la adaptación, porque son rarísimas las variedades que pueden considerarse autóctonas auténticas, es decir, variedades cultivadas por la mano humana de Vitis vinifera que proceden de las Vitis silvestres que la arqueología botánica ha encontrado en cada región. Y no digamos las variedades tradicionales de aquellas regiones donde nunca existió Vitis vinifera, sino que llegó importada en tiempos más o menos remotos. Hay tema para un estudio, ya que en España, de las 200 variedades cultivadas son 140 las que se consideran autóctonas.
Poner puertas al campo puede parecer tarea imposible, pero siempre se intenta (a veces con errores papanatas, como fue llamar variedades mejorantes a las foráneas). Las leyes contra la inmigración no son sino eso. Y la defensa de las variedades autóctonas en una D.O., también. ¿Autóctonas desde cuándo? ¿Son variedades arraigadas desde tiempos fenicios o romanos? ¿Llegaron del norte como sarmientos en los zurrones de los peregrinos del Camino de Santiago o salieron de aquí por la misma vía para plantarse en Francia, Alemania…? ¿Son importación posterior a la filoxera o creación de laboratorio –Alicante Bouschet– impulsada por los usos culturales de la viticultura francesa que tanto transformaron el panorama vitivinícola español?
Las cepas viajaron desde Oriente Medio, de Babilonia al mundo, y se arraigaron por su resistencia, generosidad y producción, por curiosidad del agricultor, por superar una carencia, como cuando la Garnacha de Aragón pasó a Rioja tras la destrucción de sus cepas por la filoxera, o, recientemente, porque se pone de moda un vino en el mercado. Los nombres que tradicionalmente cada zona dio a cada uva, cuando la comunicación era precaria, suponen una confusión añadida, ya que pueden referirse a la misma variedad. Solo recientemente, con los precisos análisis de ADN, se comprueba esa identidad, que ha sido modificada por la adaptación al medio natural y por la intervención humana, desde el campo a la elaboración, tanto que producen vinos bien diferentes.
Y en esa diferencia radica lo mejor de este pequeño caos. En la búsqueda de lo diferencial. De modo que cuando un Consejo Regulador se esfuerza en añadir a su catálogo de uvas permitidas alguna que se ha revelado como muy comercial en otras zonas está haciendo un flaco favor a su originalidad, a la tipicidad de su territorio. Por el contrario, cuando una bodega, como ha hecho Torres, pone un anuncio en el periódico para que cualquier agricultor le señale cualquier cepa que no reconozca, para analizarla, para redefinirla y sacarla del olvido, está apostando por la diversidad, no por el nacionalismo de pacotilla. Por cierto, que de esos hallazgos están surgiendo vinos muy interesantes. El tiempo dirá.