- Ana Lorente
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- 2019-05-30 00:00:00
No hablamos del tueste de la madera de las barricas que deja su huella en los vinos de guarda. Ni del caramelizado que perfuma la cocina cuando se fríen unas torrijas de vino. Estos tostados son las joyas más raras de Galicia porque conseguir pasas en un clima húmedo tiene mérito, pero convertirlas en vino es una heroicidad.
S e suele decir que los mejores vinos del mundo son los que se nacen de las condiciones más duras, los que sobreviven a geografías y climas imposibles. Los tostados son vinos dulces naturales que concentran más de 300 gramos de azúcar por litro. En el Ribeiro, donde se elabora tradicionalmente esta delicia, apenas llega al 1% de la producción de todos los vinos de la D.O. que los acoge y controla legalmente desde hace bien poco, desde la legislación de 2004. Y es que, cuando hay suerte, de cada 10 kilos de pasas apenas salen 3 o 4 litros de vino. Eso significa que en su larga historia, documentada desde el siglo XVII, solo se elaboraba en las casas poderosas, en los grandes pazos, que podían permitirse ese derroche de uva y, aún peor, ese riesgo.
Porque la suerte empieza por obtener las pasas. En otros lugares, pongamos en Málaga, la conversión de la uva fresca en pasa cuenta con la generosa colaboración del sol, mientras que aquí no pueden fiarse del cielo y tienen que secar las uvas a cubierto, en sequeiros, pendeiros o pendellos, son lugares especialmente bien ventilados donde los racimos enteros, colgados como mínimo durante tres meses, han de secarse al aire, perder poco a poco su humedad y a la vez defenderse del ataque de todo bicho viviente para los que suponen un enorme atractivo, sean mohos, insectos…
Para los elaboradores es una apuesta, un riesgo que han de asumir poco antes de cada vendimia, a finales de agosto. Si deciden dedicar una parcela a vino tostado han de declararla y ficharla en el Consejo. Ya no hay vuelta atrás. La producción máxima de uva por hectárea, la forma de vendimia –manual–, los anchos recipientes de recolección, el calendario y los controles permanentes ya están codificados. Apenas se deja al arbitrio de cada elaborador la forma de secado, que puede ser colgante, al modo tradicional, con los racimos sujetos por bridas de tallos de acacia, de mimosa o de otras ramas resistentes y a la vez flexibles, o bien acostados sobre lechos telas metálicas o plásticas o de fibras que dejan pasar el aire libremente.
La uva más adecuada es la Treixadura por su piel firme, que aguanta bien el secado sin quebrarse. Y sea cual fuere, ha de estar perfectamente sana y limpia, grano a grano, para no contaminar a sus vecinas en el largo periplo hacia el vino.
Cuando está deshidratada, a veces ya entrado el nuevo año, llega el momento de la transustanciación. Prensar esos densos granos a la forma tradicional exige esfuerzo para extraer el mosto, pero no tanto como el que se les exige a las levaduras para el proceso de fermentación, ya que la excesiva concentración de azúcares las agota por más golosas y trabajadoras que sean. La fermentación en toneles de roble viene a durar un par de meses. Y su estancia en madera se prolongará al menos otros seis, a los que hay que sumar tres de reposo en botella antes de salir a la calle. Generalmente los plazos se extienden más de un año.
El resultado es un milagro. De color tostado, como su nombre anuncia, olores intensos a compotas, frutos secos, higos, dátiles, membrillo, miel… y a la vez refrescante como corteza de naranja y flores, con tacto aterciopelado, untuoso y una memoria larga y compleja en la que se combina el dulce con un punto ácido que invita a seguir bebiendo.
No es extraño que se aplicara para compensar a los dolientes, a las mujeres en el parto y a los que estaban a punto de expirar. Como dicen por la zona, “para que se llevaran un dulce recuerdo de la vida”.