- Ana Lorente
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- 2019-12-03 00:00:00
Recuerdo cuánto nos costó a los que hablábamos y escribíamos sobre estos temas de la copa convencer a los lectores de que la juventud del vino era un valor. Que los vinos jóvenes había que beberlos jóvenes.
La abuela guardaba las botellas buenas, las de marcas sonoras, debajo de su cama y las sacaba con solemnidad en Navidad y fiestas de guardar. Por mucho cuidado que pusieras en no moverlas, en aquel líquido desvaído y casi anaranjado flotaban los posos como en esos fanales con vírgenes fosforescentes o paisajes nevados que adornaban las mesillas de noche. Y del decantador ni hablar, fue un regalo de boda, pero enseguida se había convertido en un florero, porque eso de decantar era una cursilada de gentes que querían aparentar finura.
¿Eran vinos de guarda? A esas alturas, eran de juzgado de guardia, por no haberse bebido cuando llegaron.
Pero todo cambió, con la firmeza que se cambia en este país de convicciones pendulares. Y al poco, cualquier bebedor bien informado, los enterados, estaban dispuestos a echar a la cazuela del estofado cualquier blanco que hubiera superado su primer año de vida.
El enorme surtido de variedades de uva, de elaboraciones y procedencias que hoy encontramos en el mercado requiere cuidado para disfrutar cada vino en su punto, en su momento. No hay normas fijas, aunque, en general, los vinos que se embotellan recién acabados, sin más que un breve reposo o decantado después de la fermentación, conviene beberlos pronto para aprovechar el descaro de la fruta en estado puro, sus aromas primarios explosivos, su frescura… mientras que los que han convivido un tiempo con sus lías después de fermentar o los que han reposado en barrica pueden permanecer en la botella y ganar con el tiempo. ¿Cuánto tiempo? Esa es la pregunta del millón. No solo depende de la variedad de uva, del terruño, de la forma de elaboración o, en su caso, del tiempo en barrica, sino que con los años va a revelar las características más idóneas para durar sin envejecer. Eso que las bodegas saben homogeneizar para mantener una calidad y cualidades uniformes de una marca, de cada una de sus etiquetas, es indisimulable con el tiempo. Es ahí donde más se refleja que el vino es un ser vivo y que sigue viviendo en la botella.
Aparte de los vinos generosos, los blancos de guarda tradicionales eran de Chardonnay o de Sauvignon Blanc, y buenas muestras tenemos en el Somontano, donde llegaron hace más de un siglo. Pero los grandes albariños gallegos han seguido la línea de los Riesling y de los godellos, y demuestran también su capacidad para torear el tiempo sin oxidarse, sin perder esa acidez que es garantía de viveza. Y sin barrica, solamente con dormir en sus lías, mientras que la Viura riojana puede ganar con la madera. ¿Qué es lo que ganan los vinos de guarda? Aromas complejos, estructura, intensidad, permanencia, redondez…. Pero, eso sí, o en la bodega donde nacen o en una perfecta cava que mantenga oscuridad, temperatura inmutable, humedad para que el corcho no se seque ni se enmohezca; en fin, mimo. No debajo de la cama.