- Redacción
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- 1997-12-01 00:00:00
Hace apenas unos años no sabía muy bien qué hacer con un local familiar en el pueblo de Mos, a 10 kilómetros de Vigo. Conservó la taberna de su padre durante un tiempo, y aquel caserón pasó a ser, con los años, cafetería, mesón y restaurante, sucesivamente, cobijado ahora entre paredes de piedra, en una restauración meritoria, a la altura de la imaginación de la cocina sabiamente gobernada por su esposa.
Su amor al vino también es heredado. Desde niño acompañaba a su padre a comprar los vinos de cosechero que se expedían en su establecimiento, y desde entonces los aromas de los mostos fermentados los tiene grabados en el alma.
Bien es cierto que con un comedor tan precioso y una cocinera-esposa tan delicada, Alfredo Álvarez no tenía más salida que ponerse al frente de una bodega a la altura de las nuevas circunstancias. Comenzó con el curso de sumilleres de Marqués de Arienzo y acabó siendo, a sus 39 años, el presidente de los sumilleres de Galicia, un grupo poco numeroso pero muy activo en la defensa de los vinos gallegos. Aquello que fue en su día una taberna contiene hoy una bodega desusada por aquellos pagos, con 210 referencias de 17 Denominaciones de Origen distintas, y un total de 3.000 botellas.
“Nunca gané un campeonato de sumilleres, ni creo que lo consiga jamás. La cata competitiva consiste, sobre todo, en recordar, y cuantos más vinos conozcas, más recuerdas. En mi bodega solo tengo vinos españoles, por lo que me falta cultura a nivel mundial”.
En esto, lo de Alfredo es una actitud casi militante. Él y su grupo se han propuesto defender y potenciar los vinos gallegos por encima de todo. Aunque, a decir verdad, en Galicia los clientes tampoco ponen mucho empeño en salir de sus blancos tradicionales. “Aquí cada uno defiende su territorio hasta límites inconcebibles para otras comunidades. Por ejemplo, yo, que tengo mi establecimiento a pocos kilómetros de El Rosal, los blancos que vendo son casi todos albariños, algún que otro ribeiro - cuya zona de producción está a no más de sesenta kilómetros de mi casa- y apenas despacho un godello del Barco de Valdeorras, en los límites de Galicia con León. Es como si cada vino, cada Denominación, tuviera marcado un territorio infranqueable”.
Pero hay otro misterio insondable para este gallego de hablar quedo y socarrón: el precio de determinados vinos, como el de sus muy queridos albariños. “Me resulta incomprensible. Creo que solo se puede justificar un precio tan desproporcionado por el tirón de la demanda. Por mucho que se pague la uva al doble que en La Rioja, el precio me parece un disparate. Porque en realidad el vino está tres meses en la bodega... cuando está, porque sé de algunas que están embotellando para la campaña de Navidad porque no les queda ni una gota de la cosecha del año pasado”.
Y hablando de esta varietal, Alfredo dice contemplar con expectación y un cierto escepticismo el intento de criar el albariño en barrica. “Por ahora creo que no han acertado: se disimula, se apaga la estructura propia de la varietal, y unos saben a todo y otros sólo a barrica... cuando no se encuentran graves problemas de suciedad. Sé que merece la pena seguir investigando porque no parece lógico que un vino tan poderoso como el abariño solo tenga de vida un año... Quizá las barricas de 800 litros, en lugar de las actuales de 225, conseguirían ese equilibrio que están buscando.”
Ahí queda la recomendación, expresada en voz baja, como suele decir las cosas el -probablemente- sumiller más tímido del mundo.