- Redacción
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- 1997-01-01 00:00:00
Los expertos en marketing dirían que Antonio García está loco por haber puesto el nombre impronunciable de “Txixilu” a su restaurante bilbaíno. Pero la elección del nombre dice mucho a favor de su dueño: el txixilu es un mueble, especie de mesa-banco, que se utiliza en los porches de los caseríos para merendar después de las labores del campo; es, pues, la personificación de la bienvenida a los manjares de la mesa tras una jornada de trabajo.
Y así es su casa, un lugar acogedor, de asilo para hambrientos y sedientos, con el que ya soñaba desde niño, cuando su hermano mayor trabajaba en la restauración. “Es mi vocación temprana. Desde muy pequeño no quise ser otra cosa que hostelero. Luego llegó mi afición, mucho más fuerte, por el vino. Fui descubriéndolo por los gestos de los clientes, al observar cómo cogían la copa, contemplaban el color del vino al trasluz, lo olían, se lo echaban a los labios, disfrutaban... Algo tenía el vino de oscuro placer que yo no quería perderme. Puedo decirle que aprendí a amar el vino por las sensaciones que me transmitieron los clientes”.
Así que no es de extrañar que, al cabo de los años, ya con restaurante propio, decidiese poner en pie una enoteca al lado de su primer negocio, una tienda de vinos “muy sibarita”, con ejemplares muy especiales de las comarcas vitivinícolas más importantes del mundo. Un establecimiento de costosa inversión por su gran inmovilizado, solo rentable a largo plazo, pero de gran apoyo a su restaurante. Confiesa que la combinación de ambos negocios le está permitiendo caprichos que antes no se podía pagar, tanto en variedades y denominaciones de origen como en botellas singulares. “Será como una extensión de mi bodega. Así engancho mejor a mis clientes. Porque falta hace ampliar la cultura del vino. Para la mayoría de los españoles es un mundo a descubrir. La gente es vaga para investigar con los sentidos y se conforma con lo que tiene al lado”.
Antonio García pertenece a un comité de apoyo al vino emblemático de la zona, el txacolí, hoy un vino soberbio pero todavía despreciado por buena parte de la parroquia por su pasado ácido, inmaduro, manipulado y falto de calidad. “La gente en general es muy marquista. Se aferra a vinos que nunca le han fallado, como los clásicos Muga, Imperial o Tondonia, y prefiere lo seguro. Con vinos de ese calibre nunca han sentido la necesidad de investigar”.
A su hijo de 15 años, un hostelero en ciernes que hereda la ilusión de su padre, ya está introduciéndole en el mundo sutil de la catación. Comenzando, claro está, por los aromas, por aquello de la edad. Y si le preguntas a qué edad comenzó él a disfrutar del vino, la respuesta es inmediata: “Se empieza a disfrutar del vino cuando se compra.”
En la bodega de su restaurante conviven 400 referencias distintas, con representación de todas las denominaciones de origen de calidad. Allí no faltan sus favoritos: el Guitián fermentado en barrica, -a cuyo autor, Setién Guitián, segó la vida un accidente de tráfico hace apenas unos meses-, o su querido txacolí Señorío de Ocharan, hecho con mosto flor, o sus adorados prioratos, como el Clos Martinet, o el Vino Primero de Fariñas, de Toro, o el Mas Contal, del Penedés...
¨Somos conscientes de que disfrutamos del vino cuando empezamos a comprarlo¨