- Redacción
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- 1997-03-01 00:00:00
Lo de Pablo Martín es vocación. Vocación de ejercer una profesión que ama y vocación por enseñar lo que sabe y formar nuevas generaciones de sumilleres. La voz se le enciende cuando habla de sus alumnos, de cómo forma sus mentes para que se enfrenten a juzgar un vino con honestidad y delicadeza, a un tiempo, para buscar defectos y virtudes. “No hay vino rematadamente malo. Cada vez que catas juegas con el prestigio de una marca y con el dinero de un empresario. Por eso mi mejor lección está encaminada a formar sumilleres fundamentalmente honestos.”
Ejerce su magisterio como una cruzada para extender la cultura del vino a todo el que esté mínimamente interesado, desde su puesto en la famosísima Casa Cándido de Segovia. Sabe que sobre los sumilleres recae la carga, no siempre bien entendida, de elevar al éxito un vino o condenarlo para siempre. Por eso no entiende la situación de casi abandono en que se les mantiene por parte de los elaboradores, los más interesados en que sus productos se conozcan. “La inmensa mayoría de los vinos de marca se vende en los restaurantes. Los sumilleres tenemos el poder de torcer, si queremos, los deseos de los clientes. Solo un sumiller bien formado e informado -que es lo mismo- puede hacer que el mercado se mueva en parámetros de calidad y descubrir para el aficionado aquellas bodegas que merecen su atención. Creo que las bodegas no tratan a los restaurantes con el mimo que deberían, porque, al fin y al cabo es el camarero o el sumiller quienes venden, quienes hacen la publicidad boca a boca del producto.”
En este punto me recuerda con cierta ironía que todo está inventado en el mundo del marketing; que los laboratorios farmacéuticos aprendieron hace muchos años que la información sobre los medicamentos y sus virtudes debería llegar al buzón de los médicos, que son quienes deciden, y no al de los pacientes. Claro, nos dice, que el problema es mantener la honestidad a toda prueba: “No hay peor cosa que alguien te compre. Si un día te vendes, otro día te pasarán factura. Así que uno debe luchar por mantener la libertad psicológica suficiente para que no tuerza tu juicio.”
Una de sus obsesiones es la falta de gente preparada en su comunidad de Castilla y León para ejercer el oficio de sumiller. De ahí su labor de enseñanza para conseguir que a partir de determinada categoría en los restaurantes haya alguien, un camarero de a pie, si es necesario, que pueda aconsejar con conocimiento de causa y llevar con dignidad una mínima bodega. “A pesar de que el vino es el 40% de la factura de una comida, apenas se le presta atención. Cuando entra una merluza en el restaurante, por poner un ejemplo, se la traslada con todo el cuidado al refrigerador. Cuando entra una caja de vino, más de una vez se le dice al transportista que la deje por ahí... ¿No es absurdo?”
Pablo Martín quiere dejar bien claro que los sumilleres no son enólogos, que lo suyo es hablar para ilusionar, para abrir perspectivas nuevas a los clientes: “Tenemos que hablar como Jesucristo, en parábolas, para que se nos entienda, con el menor número de tecnicismos. Por eso a mis alumnos les obligo a escribir las descripciones completas de los vinos, para desarrollar su imaginación, para que un vino no se quede en la descripción fría de una ficha de cata. Al obligarles a describirlo -incluso literariamente- su umbral de percepción se ensancha de manera impensable. Una vez hecho este ejercicio, transmitir tus propias sensaciones al cliente es un juego de niños”.