- Redacción
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- 2005-05-01 00:00:00
Es su primer centenario (1824-1905), y a buen seguro quedará casi sepultado por el otro gran centenario de este año que es El Quijote, al cual Valera tanto contribuyó a revalorizar. Y Valera sí que merece, también, un gran homenaje nacional. Se le ha colgado el sambenito de conservador, y con él queda sepultado en el olvido en muchos ámbitos. Pero es mucho Valera para quedar sepultado. Su vitalidad impetuosa y arrolladora, tromba difícil de domeñar con etiquetas facilonas, dominó los pocos alifafes vitales que a lo largo de su vida tuvo. Se mantuvo siempre fiel a la frase de Lutero: «El que no ama a las mujeres, el vino y la música es un mentecato toda su vida». Fácil deducción es, pues, que el vino y la comida estén presentes en la vida de Juan Valera, o, lo que lo mismo en este caso, en su obra. Su personaje más famoso, Pepita, era una fina experta en vinos: «Habló conmigo de las cosas del lugar, de la labranza, de la última cosecha de vino y de aceite y del modo de mejorar la elaboración del vino; todo ello con modestia y naturalidad, sin mostrar deseo de pasar por muy entendida.» Valera, como Pepita, aunque con más sutileza y sabiduría vinícola, no se queda atrás en cuanto a buen catador: «En el palacio, cuyas habitaciones estaban iluminadas, nos habían preparado una magnífica cena. Los vinos eran exquisitos: Jerez, Málaga, Champagne, Catea la Roce de 1841, Catea Laffitte de 1846 ed altri tali. Los demás almuerzos y comidas han seguido siendo por el mismo estilo, y aun mejores». Y es ésta una comida, como muchas otras, que pudo disfrutar en lugares de ensueño: «Lindísimos primores artísticos de antigua porcelana de Sajonia, pastores y zagalas Pompadour, figuras alegóricas y divinidades del Olimpo cubrían la mesa. La comida no hay más que decir sino que, como otras de que ya he hablado a usted, y aun acaso mejor que otras, fue la quinta esencia de todo lo fungible y grato al paladar.» No se para en mientes Valera a la hora de disfrutar de los placeres de la mesa, aunque, en ocasiones, sienta un pudor mitigado por el placer: «Estos días no hemos hecho otra cosa más que comer y hacer la digestión. Esto será grosero, pero es la verdad. Que no lo sepa el público. De comida en comida y de cena en cena, y acostándonos tardísimo, no hemos tenido tiempo de ver nada en estos días. Y de las comidas, ¿qué he de decir a usted, sino que casi todas son exquisitas? Lo único que he echado de menos son las ostras; y las he echado de menos por amor de lo perfecto, no porque a mí me gusten. Los helados aquí son excelentes. Escuela napolitana, como en París, pero llevada a tal extremo de delicadeza, que ni en Tortoni ni en el café de Europa, en Nápoles, hacen tales helados como éstos. Los frutos, deliciosos; sobre todo, las uvas de Astracán. Y los vinos, los mejores del mundo entero, que vienen aquí para que esta gente se los beba. Los vinos del país juzgan estos señores que aún no son dignos de servirse en las mesas elegantes; pero dicen que los hay muy buenos en Crimea, en el Cáucaso y en Besarabia. Por lo demás, la cuna del vino está en Rusia». La sutil advertencia respecto a las ostras, «las he echado de menos por amor de lo perfecto», es todo un catálogo de sabiduría y elegancia gastronómicas, que condensa la serenidad olímpica de Valera, pocas veces igualada.