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Los mil y un vinos

  • Redacción
  • 2004-09-01 00:00:00

MLa encantadora y bella Schehrazada durante mil y una noches inventa y narra toda una serie de historias a su esposo, el rey Schahriar, para que se mantenga en suspenso hasta el amanecer; de este modo logrará aplazar el decreto por el cual, cada noche, el rey dormiría con una joven distinta y al día siguiente ordenaría su ejecución, como venganza por la infidelidad de su primera esposa. Así se llega a formar toda una antología que es, quizás, el mejor libro de aventuras de la literatura universal. Pero es, también, un libro que, en las circunstancias históricas actuales, nos inunda de dudas y preguntas por doquier, porque a pesar de que su estructura plena no se consolida hasta el siglo XV, y no cesó de modificarse en el continuo contacto con otras culturas, no cabe la menor duda que está impregnado de cultura árabe, aunque no sea más que a través de su difusión oral. Y en este punto es donde nos asaltan las dudas a borbotones. Sólo plantearemos una: ¿cómo puede existir un abismo, tan grande e intenso, entre esta obra que destila, por todos sus poros, una vida desbordante, y alguna de las manifestaciones contemporáneos de esa misma cultura a la que pertenece esa obra? Y para ver esa vitalidad exultante tomaremos, cómo no, el vino. Él es un elemento esencial de nuestra vida: “Entonces ella le dijo, ofreciéndole la copa: Bebe, ¡oh amigo mío! y que la bebida te aproveche y la digieras bien. Que ella te dé fuerzas para el camino de la verdadera salud”. En el caso de que la bebida no se haga presente cualquier acción humana queda cercenada: “¡Grande es tu generosidad; pero faltan las bebidas!” Y yo contesté: “También las tengo”. Y replicó: “Di que las traigan”. Y mandé traer seis vasijas, llenas de seis clases de bebidas, y las probó una por una, y me dijo: “¡Alah te provea de todas sus gracias!”. La bebida nos lleva de su mano a lugares deseados por todos: “Ahora te toca correr detrás de ella. Porque cuando se excita con la bebida y con la danza, acostumbra desnudarse por completo, pero no se entrega a ningún amante sin haber examinado su cuerpo desnudo”. Y la bebida nos cierra amablemente el último acto de vida del día: “Y entonces se puso la mesa, y estuvimos comiendo durante una hora, dándonos mutuamente de beber, como de costumbre, después pedí el vino que solía beber todas las noches antes de acostarme, y ella me acercó la copa.” El vino nos hace elevarnos a cuotas de éxtasis que poco tienen de artificiales: “Y he aquí que la proveedora ofreció la vasija del vino y llenaron la copa y la bebieron, y así por segunda y por tercera vez. Después la proveedora la llenó de nuevo y la presentó a sus hermanas, y luego al mandadero. Y el mandadero, extasiado, improvisó esta composición rimada: ¡Bebe este vino! ¡El es la causa de toda nuestra alegría! ¡El da al que lo bebe fuerzas y salud! ¡El es el único remedio que cura todos los males!”. En el vino reside la verdadera quintaesencia de nuestro peregrinar humano: “¡Nadie bebe el vino, origen de toda alegría, sin sentir las emociones más gratas! ¡La embriaguez es lo único que puede saturarnos de voluptuosidad!”.

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