- Redacción
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- 2009-05-01 00:00:00
Son los hermanos Carracci, especialmente Annibale Carracci (1560-1609), los que inician el género de la caricatura, un hecho significativo en cuanto tiene de cuidada y atenta observación de todos aquellos elementos más significativos de la personalidad humana, considerada ésta en su pura y estricta individualidad. Annibale traslada y emplea, en alguna ocasión, este género a los bodegones, en los que las figuras individualizadas, y las temáticas que en ellas subyacen, resaltan el análisis objetivo de una nueva realidad humana que se abre camino con pujanza imparable. Sucede esto con su cuadro La carnicería y con este que reproducimos, Muchacho que bebe. Impresiona ese trazado de escorzos que deforman el cuerpo humano, ese juego de brillos y transparencias que brotan de la vasija con el vino y el fino delineamiento de la copa que nos permite ver las facciones del muchacho. Hoy día quizás este cuadro sería un peligro, una incitación a la malvada perversión de beber. Pero el muchacho está muy alejado de estas fáciles monsergas moralizantes. Su gesto está henchido de una sana y exagerada espontaneidad. En el vaso apenas queda una simple gota del preciado líquido, nuestro personaje lo ha vaciado y, ahora, aplica su olfato para poder captar hasta el fondo el aroma del vino que previamente ha saboreado con sana lubricidad y plena voluptuosidad. Todos sus órganos gustativos están sumergidos, y se confunden, en la generosa copa, mientras su mano derecha sostiene con mimo la vasija. La sutil ductilidad expresiva de Carracci logra trasmitirnos una representación persuasiva de ese momento único e intransferible de gozo sensorial que inunda la concentrada pasión del muchacho. Unos ojos en plena y abierta concentración que junto a una nariz y labios sensuales nos persuaden e introducen en un palpable mundo hedonista. Un mundo que despliega y exalta toda la potencialidad de los placeres primitivos que nuestro sentido del gusto llega a provocar. Carracci refuerza en este cuadro una nueva forma de concebir y vivir nuestro paso por este mundo. Aquí ya no existen fieles arrobados ante la sacralidad de un hecho religioso. Aquí se impone el mundo tangible y concreto, reflejado en una cara que exuda placer por sus poros, que nos atrapa y nos atrae como espectadores y excita nuestras emociones psíquicas que se aparejan a las sensaciones ópticas en el momento de la percepción.