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Shakespeare y el vino español

  • Redacción
  • 2008-04-01 00:00:00

Tiene Shakespeare una postura ambivalente ante el vino. Por una parte, lo considera degradante y le sirve para describir despectivamente a un personaje: «Te acosa un diablo encarnado en un viejo gordo, un tonel de compañero. ¿Por qué te juntas con ese baúl de fluidos, ese barril de bestialidad, ese hinchado costal de hidropesía, ese enorme pellejo de vino, ese fardo cargado de tripas, ese buey asado de feria relleno de morcilla, ese venerable Vicio, esa canosa Iniquidad, ese padre Rufián, esa añosa Vanidad? ¿En qué destaca sino en catar y beber vino?» Sin embargo, Falstaff, otro de sus personajes, cuya vida es la comedia, la taberna, la juerga y el vino, considera el vino la fuente de las virtudes de un hombre: «A fe que este mozo impasible no me aprecia, ni hay quien le haga reír. No es de extrañar: no bebe vino. Estos jóvenes tan sobrios no llegan nunca a nada, pues se enfrían tanto la sangre con bebida floja y comen tanto pescado que pillan una especie de clorosis masculina y, cuando se casan, sólo engendran mozas. Suelen ser necios y miedosos...» En ese mismo momento, Shakespeare entona un himno, probablemente el más entusiasta escrito nunca al vino de Jerez, que merece la pena reproducir íntegramente: «Un buen jerez produce un doble efecto: se te sube a la cabeza y te seca todos los humores estúpidos, torpes y espesos que la ocupan, volviéndola aguda, despierta, inventiva, y llenándola de imágenes vivas, ardientes, deleitosas, que, llevadas a la voz, a la lengua (que les da vida), se vuelven felices ocurrencias. La segunda propiedad de un buen jerez es que calienta la sangre, la cual, antes fría e inmóvil, dejaba los hígados blancos y pálidos, señal de apocamiento y cobardía. Pero el jerez la calienta y la hace correr de las entrañas a las extremidades. Ilumina la cara, que, como un faro, llama a las armas al resto de este pequeño reino que es el hombre, y entonces los súbditos viles y los pequeños fluidos interiores pasan revista ante su capitán, el corazón, que reforzado y entonado con su séquito, emprende cualquier hazaña. Y esta valentía viene del jerez, pues la destreza con las armas no es nada sin el jerez (que es lo que la acciona), y la teoría, tan sólo un montón de oro guardado por el diablo, hasta que el jerez la pone en práctica y en uso. De ahí que el príncipe Enrique sea tan valiente, pues la sangre fría que por naturaleza heredó de su padre, cual tierra yerma, árida y estéril, la ha abonado, arado y cultivado con tesón admirable bebiendo tanto y tan buen jerez fecundador que se ha vuelto ardiente y valeroso. Si yo tuviera mil hijos, el primer principio humano que les enseñaría sería el de abjurar de las bebidas flojas y entregarse al jerez.» Tampoco se queda corto alabando el vino de Canarias: «Y tienes un color tan encarnado como una rosa, ¡ya lo creo!; aunque, en verdad, has bebido demasiado vino canario. Un vino maravillosamente penetrante y que perfuma la sangre antes de que puedas decir: “¿Qué es esto?”»

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