- Redacción
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- 2006-10-01 00:00:00
Sólo trataré de reivindicar ese fabuloso carnaval de palabras que se encuentra en Lorca y en este caso toda la imaginería que rodea el mundo del vino lorquiano. Y es que para definirlo a él es suficiente recordar dos caracterizaciones de otros dos grandes. Buñuel, uno de sus amigos, nos dice: “La obra maestra era él”; y Vicente Aleixandre señaló: “No hay quien pueda definirle. Era tierno como una concha de la playa. Inocente en su tremenda risa morena, como un árbol furioso. Ardiente en sus deseos, como un ser nacido para la libertad”. Embebido por todos sus poros de su tierra natal, como Alberti nos lo plasma: “Sal tú, bebiendo campos y ciudades,/en largo ciervo de agua convertido,/hacia el mar de las albas claridades,/del martín-pescador mecido nido”, Lorca nos ofrece ese impactante zarpazo del duende en donde la razón patina y se vuelve perezosa. Cierto es que, en ocasiones, sus metáforas trasgreden los límites de distancia entre lo real y lo imaginario, pero siempre queda ese fulgor aplastante y poliédrico que otro de sus amigos, Dalí, refleja en el retrato que reproducimos. Su niñez, vivida en contacto íntimo con la tierra, asoma en toda su poesía: «Contrabandista 2. ¡Eh, tú! ¡Espantanublos! La dichosa cancioncilla me abre las ganas de beber. ¡Trae vino de Málaga!» Vino y música de la tierra, unidas inextricablemente: “Venus del mantón de Manila que sabe/del vino de Málaga y de la guitarra”. Y es que el vino, no hace falta decirlo, conforma buena parte de la esencia de su tierra. Un vino capaz de transformar nuestras tristes lágrimas en topacios: «Cocoliche. (Borracho.) Espantanublos, danos vino hasta que se nos salga por los ojos. Serán muy bonitas nuestras lágrimas; lágrimas de topacio, de rubí:.. ¡Ay, muchachos, muchachos! Mozo 1. ¡Tan jovencillo! ¡Lo que nosotros no podemos permitir es que estés triste!» Siempre el vino debe abundar sin ningún melindre ni tasa: “Cristobita. Tendrás mucho vino, ¿verdad? Espantanublos. De todos los que usted quiera. Cristobita.. Pues todos los quiero, ¡todos! Espantanublos. (Turbado.) Hay vino dulce... vino blanco... vino... agrio, vino que vino...” No debe faltar el vino, por supuesto, en los lances felices del amor: “En los olivaritos,/niña, te espero,/con un jarro de vino/y un pan casero./A la flor...” Y su posible pérdida es la muerte de la misma vid: “Te puse collares/con gemas de aurora./¿Por qué me abandonas/en este camino?/Si te vas muy lejos/mi pájaro llora/y la verde viña/no dará su vino”. Al vino recurre Lorca para describir ese indescifrable misterio que envuelve todo el ser de ciertas mujeres: “Zapatero. (Enérgico, interrumpiendo.) ¡Qué rico Vino! (Más fuerte.) ¿Qué requeterrico vino! (Silencio.) Vino de uvas negras como el alma de algunas mujeres que yo conozco”. Y ante el postrero acto de todas nuestras vidas se yergue altivo el vino como fiel y seguro acompañante: “Sin terror y sin miedo ante la muerte/escarchado de amor y de lirismo./Aunque me hiera el rayo como al árbol/y me quede sin hojas y sin grito./Ahora tengo en la frente rosas blancas/y la copa rebosando vino”. E incluso nos permite alardear de un desafío triunfante ante el máximo Hacedor: “Y entonces, ¡oh Señor!/seré tan rico/o más que tú,/porque el vacío/no puede compararse/al vino/con que Satán obsequia/a sus buenos amigos”. El vino, en fin, como corporeidad narcisista, pura y líquida, en la que se sumerge y se deja aniquilar todo nuestro ser: “Cristobita. Me gustaría ser todo de vino y beberme yo mismo”.