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Rousseau: «Las personas falsas son sobrias»

  • Redacción
  • 2006-09-01 00:00:00

Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) es una figura controvertida que ofrece una imagen poliédrica. Le molestaba lo público, pero no tenía reparo alguno en buscar la protección de los nobles y vivir, en gran parte, de ellos; y no duda en entregar a la inclusa los cinco hijos, recién nacidos, que tuvo con Therese. Y la idea de un Rousseau radical, republicano y revolucionario, es bastante dudosa, aunque en la realidad se tomase como padrino de movimientos revolucionarios. De lo que no cabe la menor duda es del predominio que los sentimientos desempeñan en la configuración del ser humano: «Antes de pensar, sentí; tal es el destino común de la humanidad, que experimenté yo más que otro alguno». Y los deseos del hombre natural coinciden con los deseos de su cuerpo: «los únicos bienes que el hombre conoce en el universo son el alimento, una mujer y el reposo». De estos principios se deriva la ambigüedad, como la de su propia vida, que mantiene ante el vino, aunque, en este caso, en el vino casi siempre subraya su lado positivo. Nos dice: «Confieso que el vino me parece algo excelente, y que no tengo inconveniente alguno en alegrarme con él. He remarcado siempre que las personas falsas son sobrias, y que la escasez en las mesas anuncia siempre costumbres fingidas y almas dobles». Incluso el vino sirve para escrutar el carácter, casi siempre oculto por las convenciones sociales: «A menudo la conducta de un hombre caldeado por el vino no es sino el efecto de lo que sucede en el fondo de su corazón en otras circunstancias». Le resulta increíble a Rousseau anteponer el placer amoroso al vino: «¡Cómo se puede, mi querido amigo, renunciar al vino por un amor! Esto sí que se puede llamar un verdadero sacrificio. Desafío a cualquiera a que encuentre en los cuatro cantones un hombre más enamorado que tú». Y es que el vino nos ofrece esa especie de vitalidad añadida que hace elevarse a nuestro espíritu: «Un vino bebido a la salud de una señorita calentó su sangre medio congelada. Se animó a hablar de viejos tiempos, de sus amores, de sus combates…» Rousseau, a quien no desagradaba en modo alguno la buena vida, tiene un conocimiento bastante extenso de los vinos: el Rancio, el Cherez, le Málaga, el Chassaigne, el Syracuse: «Se encontraba de tan buen humor que me reprochó el hecho de no haber bebido vino extranjero desde hace bastante tiempo. ‘Dadle, dijo, una botella de vino de España a estos señores’. Y observó cómo el médico, a pesar de su continencia, se aprestaba a beber un verdadero vino español, y cómo sonreía a su sobrina». No es poco el conocimiento técnico que posee Rousseau sobre el vino. «La falsificación de los vinos verdes o agrios se hace con litargirio, que es una preparación de plomo. El plomo unido a los ácidos hace una sal muy dulce que corrige el gusto a verdor del vino, pero es un veneno para los que lo beben». Y, a continuación, Rousseau razona cómo hace él para descubrirlo. El vino, en fin, como metáfora de la alegría de la vida: «Adiós, prima mía; tengo que partir. Espero noticias tuyas en Ginebra. Por lo demás te advierto que, sea como sea, la boda no se celebrará sin ti, y si no quieres venir a Lausanne, yo iré a beber los vinos de todo el universo».

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