- Redacción
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- 2005-01-01 00:00:00
Es difícil encontrar un gran personaje que no sea excesivo en algún aspecto de su vida. Uno de estos personajes es, sin duda, Rossini. Un genio precoz que ya a la edad de 14 años había compuesto Demetrio y Polibio, y con 18 años estrena en Venecia su ópera El Contrato Matrimonial. Su reconocimiento con óperas como “El Barbero de Sevilla” (tan profundamente vinculada con nuestro país y la historia operística madrileña) que empezó entusiasmando nada menos que a Beethoven. Pero, aparte de esta su genialidad, también supo ser genial en su forma de vida. Poco amante del trabajo, ya desde muy pequeño, y después de haber ganado gran cantidad de dinero, decide, a sus treinta y siete años, dejar de componer, a pesar de que su creatividad se mantenía intacta como muestra su monumental “Misa”, escrita cuando ya tiene 71 años, y que él, con su fina ironía, califica de pequeña misa solemne. Un menester, para él más sagrado, le esperaba: vivir en función del buen comer y del buen beber. No es de extrañar que, después de visitar varias países, decidiera instalarse definitivamente en París para dedicarse, en cuerpo y alma, a disfrutar de los placeres de las mujeres (con un éxito nada despreciable entre ellas), el tabaco, la comida y la bebida. No era un mero aficionado del disfrute, era todo un verdadero experto. Él mismo supervisaba, con mimo y meticulosidad la selección de vinos que habían de servirse en la mesa, y le encantaba meterse en la cocina e inventar nuevos platos: la lista de recetas “alla Rossini” tiene una considerable extensión. Uno de sus más famosos platos es el Tournedos Rossini, nacido en un restaurante pariisino que frecuentaba, donde un día pidió al chef que lo sorprendiera con algo nuevo. El cocinero decidió combinar ingredientes de una manera poco ortodoxa, y realmente lo sorprendió. Mientras preparaba el plato junto a su mesa, Rossini no cesaba de darle consejos, corregirle, hasta que el cocinero, harto, le expresó su disgusto. Rossini entonces le dijo que si tanto le molestaba, que le diera la espalda («tournez le dos») y que siguiera preparando el plato para que él no lo viese. Allí nació una creación que es y será un eterno clásico. Será en las cocinas de los Rothschild en donde conocerá a su amigo más entrañable y querido: Carême. Cada vez que Rossini era invitado a casa de los Rothschild, primero se dirigía a la cocina para saludar a Carême, y de paso, lograr que éste le aconsejara los platos más deliciosos del menú. Estos encuentros forjarán una gran amistad, hasta el punto que cuando Rossini se traslada de París a Bolonia, Carême se sentirá muy infeliz por haber perdido a un gran amigo. La relación amistosa no terminó con la distancia, puesto que Carême en una ocasión le envía a Bolonia un faisán trufado, en cuya caja le escribe una nota sencilla: «De Carême a Rossini». El Maestro respondió a este detalle con una pieza musical titulada «De Rossini a Carême». Su seriedad y rigor quedan bien reflejados cuando en 1864 el Barón de Rothschild le envía unos cuantos racimos de las maravillosas uvas de sus invernaderos. El Barón recibió esta respuesta: «¡Gracias! Su uva es excelente, pero no me gusta mucho el vino en pastillas; con las cosas del beber no se juega ni se gastan bromas».