- Redacción
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- 1997-09-01 00:00:00
Cuando se habla de crianza siempre se piensa en la estancia del vino en la barrica de roble. Desde luego, esta crianza en madera es la que actúa de una forma más drástica y determinante en la maduración de un vino. Pero lo que empieza en madera tiene siempre que acabar en vidrio. Ningún vino de crianza puede consumirse en buenas condiciones si antes no ha permanecido algún tiempo, silencioso y a oscuras, plácidamente reposando en la botella, urna de cristal donde los procesos oxidativos se aminoran y ralentizan hasta la desaparición.
Es la crianza en ausencia de oxígeno, reductora, que redondeará el vino, integrará los componentes sápidos, armonizará los aromas y dará origen a nuevas y más complejas sensaciones olfativas. Este ambiente aislado del exterior sólo es posible con un corcho en buen estado que permanezca en contacto con el vino para evitar que se reseque y pierda elasticidad y, por lo tanto, su capacidad para adaptarse siempre al gollete de la botella, pese a las oscilaciones térmicas, que en cualquier caso nunca deben ser excesivas : 12 a 16 grados es lo ideal. En el caso de los espumosos naturales, como nuestro cava, el anhídrido carbónico permite que la botella pueda permanecer de pie, en posición vertical, evolucionando incluso mejor que tumbada, aunque en este caso no puede hablarse de crianza sino de conservación en botella. La crianza propiamente dicha se realiza en los pupitres, con sus lías, durante un mínimo de nueve meses, y en posición horizontal.
La creación del “buqué”, conjunto de aromas terciarios aportados por la crianza, tiene su origen en la barrica de madera, pero alcanza su plenitud y finura en la botella de cristal. Incluso sólo en la botella, como ocurre con los blancos con capacidad de envejecimiento que no han pasado por madera, una asignatura pendiente en nuestro país, muy dado a elaborar blancos tan jóvenes como efímeros; todo lo contrario de lo que ocurre en los países centroeuropeos donde resulta inconcebible un blanco de calidad sin su correspondiente y ajustada crianza en botella.
Por supuesto, la crianza en botella no es igual para todos los vinos: muy superior en los tintos, generalmente necesitarán entre dos y tres veces más tiempo de permanencia en la botella antes de ser consumidos que el que estuvieron en la barrica de roble, aunque eso va a depender de sus componente fenólicos, fundamentalmente taninos, el alcohol, y la acidez. Desprovistos de taninos, los blancos necesitan menos tiempo en botella, sobre todo si no han sido sometidos a crianza o fermentación en madera, y de alta graduación alcohólica, afectados por la “podredumbre noble”, como los de Sauternes, que necesitan también una larga estancia en cristal hasta ofrecer al feliz consumidor su amplia gama de sensaciones placenteras, el más refinado buqué.
Por último, la crianza en botella puede dar origen a algunos fenómenos no deseados, pero sin efecto sobre la calidad del vino, como la precipitación de materia colorante, tan característica de los “Porto vintage”. Basta con decantar el vino en una frasca de cristal transparente, sin adornos innecesarios, para que el problema quede resuelto.