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La irresistible seducción del vino en la España arabizada

  • Redacción
  • 1999-10-01 00:00:00

En Al-ándalus el fruto dionisíaco de la uva placía por igual al pueblo y a los grandes magnates, era gustado con placer por califas y príncipes, le cantaban sin misterio los poetas, embriagaba incluso en el palacio califal y hasta movía a la benevolencia a los cadíes encargados de condenar a los borrachos. En la España musulmana se bebía en todas partes y se bebía sin el menor recato durante el señorío de la España musulmana por los dos imperios africanos de almorávides y almohades, pese a las prescripciones de Mahoma, que había prohibido beber vino a los musulmanes y había mandado azotar a un hombre ebrio que le había sido presentado. Pero tales rigideces musulmanas ante el vino fueron vanas en la España islamita. En la Córdoba califal fue frecuente la lenidad de los cadíes encargados de castigar a los borrachos. Contrariamente a lo que se podía esperar, dada la prohibición coránica de beber vino, la expansión del Islam no sólo no acabó con las viñas, sino que gracias a la inventiva de la horticultura islámica se aumentó incluso el número de los cultivos. Por esto, el famoso Almanzor, a pesar del respeto que manifestaba por la religión, bebió vino durante toda su vida a excepción de los dos años que precedieron a su muerte.
Era tal el amor hacia el preciado líquido que los islamitas extranjeros se asombraban de las proporciones alcanzadas por el uso del vino en tierras de Al-ándalus, de que se hablase sin ninguna clase de tapujos de el, y de que los ebrios fuesen disculpados. No extraña, pues, que el vino llegara incluso, en algunas ocasiones, a desempeñar un papel político de primera importancia: el emir Muhammad ocupó el trono de Al-ándalus, en vez de su hermano, gracias a que éste se hallaba bebiendo cuando expiró su padre, un día de primavera del 850, en brazos de los eunucos de su corte; y mientras todos bebían, amigos, guardianes: "las viandas más exquisitas y los mejores vinos esperaban en todas partes a los visitantes... Mientras que sus padres y maridos bebían y se embriagaban... Muhammad pasó, envuelto en unos velos de mujer, por delante de la morada de su hermano, entró por sorpresa en el alcázar y se hizo jurar aquella misma noche por todos los altos funcionarios del gobierno”. Quizás una noche de buen vino valga todo un reino.
El vino estaba presente en los gobernantes más preclaros en todos los sentidos. El príncipe Motadhid, en la Málaga del siglo XI, “buen poeta, amigo de las letras y de las artes, gustaba de edificar magníficos palacios..., tenía hasta en sus orgías cierto buen gusto y cierta distinción, y, aun cuando bebía de manera inmoderada, él y sus compañeros improvisaban báquicas canciones que se distinguían por un gusto maravilloso y una gran delicadeza de expresión”. No es de extrañar que, obligados a abandonar Al-ándalus ante el empuje de las armas cristianas, los poetas emigrados, al rememorar, transidos de nostalgia, sus días felices en las ciudades musulmanas de España, recordaran siempre sus alegres libaciones en dulcísimas noches de amor y poesía. Ibn Said, desde Egipto, muy avanzado el siglo XIII, escribe al recordar el sevillano Guadalquivir: “Con su sonar los vasos, las flores con su aroma, dicha en el alma infunden y lánguido placer”.
Una forma de vida había sucumbido, pero quedaba ese poso suave, dulce y, a la vez, sólido que sólo puede reposar en el fondo de un vaso de vino.
Carlos Iglesias

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