- Redacción
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- 1999-11-01 00:00:00
No será ésta la última vez que tratemos de este maravilloso siglo de la España barroca. Un siglo esplendoroso en cualquiera de sus aspectos: pintura, arte, novela... Todas las manifestaciones vitales del ser humano llegaron, en este siglo, a su más alta expresión, y no podían ser menos los hábitos del puro placer; y es que resulta difícil encontrar otro cambio de siglo en el que se produzca un cambio de mentalidad tan grande y drástico como el paso del S. XVI al S. XVII.
La vieja y recia austeridad española, enraizada en su más profundo telurismo, se transforma, alegre y bruscamente, en una vitalidad exultante que, en los placeres de la boca, se traduce en una ampliación del campo gastronómico hasta entonces desconocida. Y nuestro genio, Velázquez, que venía de esa “Gran Babilonia de España” que era Sevilla (con sus 150.000 habitantes), no podía dejar escapar esa abigarrada y bullidora heterogeneidad de vida que componía el complejo mundo en el que su paleta estaba incrustada.
Ahí está “El triunfo de Baco” (“Los borrachos”), un cuadro con un tema mitológico clásico, en donde el mito baja por los escalones de la cotidianidad de manera directa, elemental y casi ruda. Una reunión de gente normal, en simple adoración de Baco-Dionisos (representado como un joven vulgar, con un punto de apicaramiento de calle nada despreciable), que encuentran en el vino el remedio infalible a sus seguras preocupaciones y angustias; y en donde la alegría del Vino se expresa en toda su inmediatez y fuerza comunicativa. Seguro que era esa misma gente que ya salía a las 7 de la mañana a la calle y se forraba con unos buenos torreznos y un fuerte aguardiente, y en el segundo desayuno al celebre !Al aguardiente y letuario!, como se pregonaba en los puestos, recibían sus buenos sorbos de aguardiente, ayudándose de unas “tajadas de letuario” (confitura de miel y naranja); esa gente que en alguna ocasión se permitía el lujo de tomar dos tragos de vino de San Martín (el “rey de los vinos preciosos”), que llegó a inspirar estos versos: «Tome un poeta al aurora / dos tragos sanmartiniegos / con dos bocados manchegos / desto que Mahoma ignora». A buen seguro que Velázquez era conocedor de la “taberna de los cien vinos” de Apoloni, proveedor de Su Majestad, con sus permanentes novedades; allí se expendía la malvasía, el vino de Candía, los vinos compuestos y dos caldos españoles excepcionales, que tenía especialmente para el rey Felipe IV: el vino de Lucena y el famoso vino de Pero Ximén o Pedro Ximénez (parece ser que fue un soldado español con este nombre el que trajo las primeras cepas, cogidas de las del Rhin, y que pronto se aclimataron en nuestro país). No debemos extrañarnos, pues, de que Velázquez, en las dos réplicas que hace de “El geógrafo” (“El hombre de la copa de vino”), éste se convierta en un alegre y espléndido bebedor que, con su mano enguantada como corresponde a tan solemne acto como es el beber, nos ofrece una bella y alta copa de vino; quizás Velázquez llega a entender que esa transformación del saber en buen beber no sea un tema baladí. Y ahí veo a Velázquez, en una fría mañana de invierno, tomando un buen vaso de hipocrás (vino cocido con azúcar y especias que se tomaba caliente), una bebida que llegó a ser, al intentar prohibirla, un asunto de interés público; un buen vaso de hipocrás que iría acompañado con cualquiera de aquellas finas sutilezas de la sobria repostería castellana, tan documentada en los bodegones de la España barroca. Carlos Iglesias