- Redacción
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- 2001-07-01 00:00:00
Sumergidos en esa constante marea, en ese flujo y reflujo que nos lleva de la animalidad al mundo de la cultura, nos encontramos con episodios históricos centrales de este proceso, en los que la frontera entre ambos mundos (por otra parte ineludibles y presentes por nuestra misma estructura como hombres) cobra una dimensión esencial.
Y uno de estos momentos lo encontramos en la Vida de Grecia, obra del peripatético Dicearco (final del siglo IV a.n.e.), que citando a Hesiodo constata la existencia de una vida en la que los hombres “disponían de todos los bienes, la tierra dadora de trigo (zeiôros aroura) producía una abundante y generosa cosecha, y ellos, en paz y alegría, vivían de sus campos, en medio de incontables bienes”. Frente a esta edad dorada se encuentra, sin embargo, la realidad de las investigaciones histórico-sociológicas que nos ofrecen los pensadores del siglo V (Tucídides, Demócrito...), en las que las miserias y dificultades de estos primeros tiempos afloran por doquier. Dicearco trata de no confrontar, de no romper esa ambigüedad y sus componentes, cuando éstos se confrontan con la edad presente, la edad del pensamiento griego, hijo de la ciudad y todo lo que ésta incuba en su seno.
Una ciudad que ya no permite la separación del ser humano y el animal, y en la que se ha llevado a cabo un proceso de depuración de dioses en los cielos que aprisionaban nuestras aciones con un control férreo. Una ciudad que ya cultiva sus vinos de manera refinada y nada natural. No es de extrañar, pues, que a finales del siglo V, la tragedia de Las Bacantes nos refleje la tirantez de esas dos formas de conformarse la sociedad. Por una parte los compañeros de Dionisio viviendo en el universo paradisíaco que el mensajero ha descrito a Penteo: “Todas se adornan la frente con coronas de hiedra u hojas de encina o flores de zarzaparrilla. Y si una golpea la roca con su tirso, de la roca brota al instante un chorro fresco de agua cristalina; y si otra con su bastón escudriña la tierra, hace el dios surgir de ella una fuente de vino...” No es el hombre con sus propias artes quien hace brotar el vino, sino el bastón del dios el que hace posible el surgimiento del vino. Una visión idílica que posterga y humilla a los hombres ante los dioses. Pero a esta visión se opone, en el mismo relato del mensajero, la de las bacantes que abandonan la montaña por la llanura de Deméter, raptando los niños, despedazando los bueyes, y que termina en el asesinato, incestuoso y casi canibalesco, de Penteo a manos de su madre. Bacantes furiosas, chorreantes de animalidad por todos sus poros.
Pero frente a este lado animalesco nos surge un Dionisio y su bebida sagrada, el vino, en la crátera Francois, en un lugar destacado entre todos los dioses, con un ánfora de oro, obra de Hefesto, y destinada a guardar las cenizas de Aquiles y Patroclo; el vino, de este modo, queda entronizado como símbolo triunfal de una de las cualidades culturales más genuinamente humanas: la heroización de Aquiles a través de Dionisio. El vino recobra de este modo todo su valor escatológico, toda su potencialidad cultural.
Carlos Iglesias