- Redacción
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- 2001-10-01 00:00:00
A estas alturas está sobradamente demostrado que el cristal, mejor dicho, la botella, es el envase más indicado para guardar el vino. Tanto para vinos jóvenes como para aquellos que necesitan permanecer un período prolongado en reposo, la botella es el continente ideal para albergar en su interior tan preciado contenido, con las cualidades aromáticas y gustativas más características de cada uno de ellos, a la vez de jugar un papel muy importante en su evolución.
Hoy en día es habitual ver numerosos diseños, modelos y tipos de botellas en la industria vitivinícola, pero el arte de fabricarlas es casi tan antiguo como el de elaborar vino. Ya los egipcios lo dominaban, y con los fenicios se extendió la técnica de fabricación por todas las regiones mediterráneas. La posibilidad de poder darle casi cualquier forma, mediante el soplado, cortado, curvado y pulido, y, al mismo tiempo, volver a fundirlo, así como teñirlo prácticamente en todos los colores, hicieron que el arte de hacer vidrio tuviera un enorme impulso en la Antigua Roma. Pero es en el siglo XVII cuando el uso de botellas para envasar vino se extiende por toda Europa. Al principio éstas eran bajitas, de fondo ancho y cuello largo y estrecho, precedente de la actual bordelesa, diseño que facilitaba su almacenaje. Desde entonces, la oferta de las fábricas de vidrio ha ido creciendo y evolucionando, e incluso ciertas zonas vinícolas, denominaciones, de origen, bodegas y casas comerciales han adoptado sus propios diseños y formas que los identifican.
La botella más extendida para el vino es la de 75 centilitros de capacidad, pero con una gran diversidad de modelos para elegir. El de más presencia en el mercado es el bordelés. El nombre proviene de la zona que lo difundió, Burdeos. Es una botella alta y cilíndrica, con dos variantes, una corta y otra larga (tres centímetros de diferencia entre ambas). Su color suele ser verde oscuro con un fondo cóncavo, las más oscuras se utilizan para los vinos con más crianza y tienen la base más profunda. La borgoñesa, es la más antigua de todas: ancha, de hombros caídos y corta. La Rhin, de origen alsaciano-germánico, es larga y delgada, muy esbelta, y se destina principalmente para blancos y rosados. Luego está la característica botella de Champagne, típica para los espumosos, de hombros bajos y paredes gruesas para soportar la presión, verde y con fondo cóncavo. La jerezana, habitual para los vinos generosos, es de cuello largo y cuerpo estilizado. Se fabrica en vidrio muy oscuro para proteger la frágil estabilidad de su contenido.
Existen otras medidas que poco a poco van ganando terreno. Como la botella de 50 cl., una versión en pequeño de la bordelesa. Se emplea mucho para los vinos dulces, y está muy difundida en la restauración. En el polo opuesto se encuentra la botella magnum, de litro y medio, un tamaño que ha resultado ser el más adecuado para guardar el vino, pues prolonga su vida entre cuatro y cinco años más que la de 75 cl. También algunas bodegas embotellan una serie limitada de sus vinos en tamaños con nombres bíblicos: Jeroboam (3,20 litros), fundador y primer rey del reino de Israel; Matusalem (6,40 l.), patriarca antediluviano conocido por haber vivido 969 años; Salmanasar (9,60 l.), cuyo nombre llevaron cinco reyes asirios; Baltasar (12,8 l.), regente de Babilonia y también uno de los Reyes Magos, o Nabucodonosor (16 l.), quien reinó en Babilonia cuando ésta se convirtió en la capital de Oriente.