- Redacción
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- 2002-05-01 00:00:00
Era casi una obligación, al ser asturiano, tratar el papel del vino en nuestro representante literario por excelencia, Clarín.
Clarín asocia, casi siempre, la bebida a momentos de la vida en que ésta se nos muestra en todo su esplendor, momentos trascendentales a través de los cuales van surgiendo matices hasta entonces insospechados y desconocidos que calan en la sentimentalidad más profunda, unida a esa parte más firme y arraigada de nuestra especie como lo es el imperio de los sentidos. Y así le sucede a Anita: “Todo le llegaba a las entrañas, todo era nuevo para ella. En el bouquet del vino, en el sabor del queso Gruyer, y en las chispas de la champaña, en el reflejo de unos ojos, hasta en el contraste del pelo negro de Ronzal y su frente pálida y morena... en todo encontraba Anita aquella noche belleza, misterioso atractivo, un valor íntimo, una expresión amorosa...” Nada mejor que un Burdeos, servido en copas especiales, para fundirse, realzar y transmutar la naturaleza en algo humano: “pero así se manifestaba allí la alegría que a todos los presentes comunicaba aquel vino transparente que lucía en fino cristal, ya con reflejos de oro, ya con misteriosos tornasoles de gruta mágica, en el amaranto y el violeta obscuro del Burdeos en que se bañaban los rayos más atrevidos del sol, que entraba atravesando la verdura de la hojarasca, tapiz de las ventanas del patio. ¿Por qué no alegrarse? ¿por qué no reír y disparatar?” Ese poder tiene el vino Burdeos, elevar y dignificar una situación a su máximo cenit, convirtiéndola en algo especial e incluso misterioso: “la gravedad aristocrática de las botellas de Burdeos, que guardaban su aromático licor como un secreto; los reflejos de la luz quebrándose en el vino y en las copas vacías y en los cubiertos relucientes de plata Meneses”.
Pero también el vino resalta esa fuerza bruta y primitiva de nuestra naturaleza: “Se comía, allá arriba, lo que salía al paso, lo que daban los pasmados venteros: chorizos tostados, chorreando sangre, unas migas, huevos fritos, cualquier cosa; el pan era duro, ¡mejor! el vino malo, sabía a la pez, ¡mejor! esto le gustaba a Quintanar: y en tal gusto coincidía con su esposa, amiga también de estas meriendas aventuradas, en las que encontraba un condimento picante que despertaba el hambre y la alegría infantil.” Pero también la bebida, y en especial una muy nuestra, sirve a Clarín para establecer una potente analogía llena de sutileza sobre la vida misma: “Fermín era la ambición, el ansia de dominar; su madre la codicia, el ansia de poseer. Doña Paula se figuraba la diócesis como un lagar de sidra de los que había en su aldea; su hijo era la fuerza, la viga y la pesa que exprimían el fruto, oprimiendo, cayendo poco a poco; ella era el tornillo que apretaba; por la espiga de acero de su voluntad iba resbalando la voluntad, para ella de cera, de su hijo; la espiga entraba en la tuerca, era lo natural”. Carlos Iglesias