- Redacción
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- 2002-06-01 00:00:00
No me cabe la menor duda de que Marañón es una de nuestras grandes figuras a realzar desde cualquier punto de vista que se le considere. Esos chispazos suyos, esas intuiciones reales sobre los temas más variados, le dan una categoría intelectual muy especial. Y en lo nuestro, en el vino, aparece una visión plena, grávida de vitalidad.
Estamos en Jerez, un 5 de febrero de 1955. Es la Fiesta de la Vendimia, y Marañón pronuncia una conferencia sobre el vino. Con cuidadoso mimo, va desgranando argumentos que, mucho más tarde, se pondrán como ejemplos médicos de las bondades del vino. Las ideas se deslizan con suavidad, sin disfraces de falsos oropeles, impregnadas, todas ellas, de una filosofía vital exultante.
“Es indudable que incluso entre los alcohólicos más graves no es la angina de pecho ni el infarto de corazón más frecuente que en los no alcohólicos; y es igualmente cierto que muchos de los no bebedores que sufren de estos accidentes saben que inmediatamente se alivian ingiriendo una cierta cantidad de brandy”. Ya vislumbraba Marañón el efecto beneficioso de ciertas bebidas para la prevención de las lesiones coronarias.
Pero, dejando a un lado los buenos efectos físicos que pueda producir el vino, Marañón nos introduce otra perspectiva de gran calado. Y es que estas personas “muchas veces aterradas hasta la obsesión, gracias a un poco de alcohol su espíritu escapa, aunque sea brevemente, de la cárcel del terror, mientras la circulación periférica aumenta su cauce y deja descansar al corazón”.
Pero, también el vino se alza orgulloso ante la vida, y los médicos (“que han pasado la pedantería juvenil”) saben que todas las enfermedades se reducen a una sola: a la tristeza de vivir, porque “vivir, en el fondo, no es usar la vida, sino defenderse de la vida, que nos va matando; y de aquí su tristeza inevitable, que olvidamos mientras podemos, pero que está siempre alerta. La eficacia del vino en esta lucha contra el tedio vital es incalculable”, y por esto Marañón se duele de que “sean los médicos los que regateen estos privilegios del vino, porque nosotros, los médicos, sabemos mejor que nadie que no es justo regatearlos”.
Y es que esa caricia que el vino hace a nuestro cerebro, esa persuasión a la acción que actúa sobre el sistema nervioso, ese estado indescifrable de euforia que debemos todos a una copa de vino bebida a su tiempo, esa copa, impregnada de horas de optimismo, que rasga con levedad esa triste negrura que tan a menudo nos azota por doquier, el buen vino y sus efectos maravillosos, en definitiva, todo es lo que Marañón ha visto con perfecta clarividencia.