- Redacción
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- 2003-02-01 00:00:00
“Un problema cósmico es el vino. ¿Os reís de que me parezca el vino un problema cósmico? No es extraño, pero esas sonrisas me dan la razón. Es un problema tan grave el del vino, tan verdaderamente cósmico, que nuestra época no ha podido pasar junto a él si darle su atención y resolverlo a su manera”. Quien así nos habla es nuestro genial, y a veces olvidado, Ortega; pero, y también como en muchas ocasiones, dejándose llevar por esas sus fulgurantes y bellísimas imágenes que arrastran sus razonamientos hacia lugares insospechados.
Para nosotros el vino es más bien un problema de nuestra sociedad mediterránea. Y esto es ya mucho decir, porque conlleva, desde nuestra perspectiva histórica, considerar el vino como un referente de la Historia con mayúsculas. Qué puede querer decir, si de otra forma lo interpretamos, una frase tan contundente como ésta: “Ésta es mi sangre, sangre de la alianza” (Marcos, 14, 24). Y esta sangre simbólica es el vino real que se nos presenta como un poder elemental, unos granos de uva que guardan en su interior la luz primigenia, un vino que atesora en su almacén una suerte de fuerza extrañísima que se apodera, calladamente, de nuestro ser y nos conduce a una existencia mejor, más plácida, henchida de un dios sabio y burlón que rebota por nuestro cuerpo, exalta nuestros corazones y nos convierte en un trasunto de verdaderos ángeles.
Éste es, en última instancia, el poder real del cáliz de bendición, el que nos lanza por los derroteros de la divinidad: “La Eucaristía sacramento de la Nueva Alianza, es el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de ‘vida eterna’, principio y fuerza del don total de sí mismo” (Veritatis splendor, n. 21). Gracias a este cáliz nos forma según su imagen, de manera que los rasgos de su naturaleza divina resplandezcan en nosotros, de modo tal que nos ofrece parte de su poderío infinito. Ese vino eleva nuestras funciones biológicas a cuotas de dignificación que sobrepasan el ámbito humano.
Ese acongojamiento de la existencia concreta, tensa, de ambiciones insaciables; esas miradas torvas que caen sobre objetos y personas, y enturbian la visión, en determinados instantes, quizás, eso sí, fugaces pero en presencia del vino, cobran una vida nueva. Las fantasías acuden con melosa suavidad a nuestro cerebro, y la vida, sin estruendo aparatoso, se metamorfosea, y con hilos invisibles teje un bello tapiz de escenas que nos nutre de ese halo de beatitud carnal, enraizada en una profunda y sutil eternidad, en un inmenso baño de disfrute corporal.
Por eso la comunión eucarística es el camino hacia la divinidad, vivida en el banquete de la Eucaristía, y el vino, en consecuencia, es un dios exultante que se ramifica en nuestros más recónditos intersticios. No debe, pues, extrañarnos que San Cirilo (313-386) nos diga: “Después que hayas participado del Cuerpo de Cristo, acércate también al Cáliz de su Sangre, no con las manos extendidas, sino inclinado y en postura de adoración y respeto, y di ‘Amén’ y santifícate participando también de la Sangre de Cristo. Y cuando todavía están húmedos tus labios, tócalos con las manos y santifica tus ojos, la frente y demás sentidos”. No puede quedar ninguna parte de nuestro cuerpo sin contacto con el vino, porque él nos lo santificará. Y esta santificación vinícola es una parte esencial de nuestra cultura mediterránea.