- Redacción
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- 2003-06-01 00:00:00
He de confesar que ésta no es la cara que me encandila de Voltaire. Prefiero esa otra en que se muestra esa pizca de mala leche, ese perfil afilado de halcón que se abate críticamente sobre su presa. Pero también éste es Voltaire, una parte muy representativa de lo que es Francia. Un país que mima, ensalza y lleva a sus últimas consecuencias todo aquello que tenga que ver con el vino. No es, pues, de extrañar la contundente frase de uno de los grandes franceses, Victor Hugo: “Dios no ha hecho más que agua, pero el hombre ha hecho el vino”. Y es que en Francia, a partir del Renacimiento, la cultura del vino empieza a generalizarse de manera imparable, en buena medida por los enormes beneficios que aportaba: los viñedos que pertenecían a la Iglesia van pasando a manos particulares y se convierten en una fuente de dinero de primera magnitud, lo cual implica su perfeccionamiento. Ahí tenemos a Dom Pérignon que “bebía de las estrellas”, que revoluciona todo el proceso de la vendimia. Tres años después de su muerte en 1718, el Chanoine Godinot define las reglas del arte para elaborar el Champagne; el uso de las botellas de cristal en el reinado de Luis XIV que quedará, a partir de este momento, unido al comercio del vino (baste pensar que Vauban estima, en esta época, unas 2.300.000 hectáreas de plantación de viñedos); y un largo etcétera. Toda, toda la cultura francesa chorrea vino por doquier. Y nuestro Voltaire nos lo muestra y nos dice, en boca del sabio Memmon, que el vino “...disipa la tristeza. Un poco de vino tomado moderadamente es un remedio para el alma y para el cuerpo”. Es bastante prueba de inferioridad en el desarrollo cultural que un pueblo no haya podido elaborar nunca vino“… pero estos pueblos no han fabricado nunca vino, y se satisfacen con licor bastante fuerte que extraen del arroz”. Y muchos hechos históricos tienen una explicación en razones vinícolas elementales:“...había emprendido esta conquista sólo para beber la malvasía de esta isla”. Cuando habla del “tokay”, como buen hijo del racionalismo, es menos crédulo que incluso muchos autores posteriores (todavía en 1933 un médico londinense de gran fama afirmaba “haber metido en la boca un poco de este vino a un hombre que estaba convencido de que estaba muerto y el color volvió a su cara”). Eso sí, este vino superior recibe esta bellísima descripción por parte de Voltaire “monte et saute et mousse au bord du verre”, que ni me atrevo a traducir por su viveza fonética. Y también se muestra, en varias ocasiones, muy crítico con ciertas creencias asociadas al vino. Recoge, entre otras muchas, la anécdota de cómo Berenguer afirma, en 1050, que “el cuerpo y la sangre de Jesucristo no puede estar contenida en la hostia ni en el vino sagrado, porque si se come en abundancia hostias o se bebe mucho vino consagrado, o bien uno tiene indigestión o bien se emborracha”. Y no existía mejor forma, para un general, de saber si unas ciudades se rendían y contaba con su fidelidad que la de que le enviaran “unos cuantos toneles de su mejor vino”. El vino, pues, presentado por un duro y puro racionalista, en casi todas sus vertientes: vital, ceremoniosa, política…