- Redacción
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- 2003-07-01 00:00:00
“Y si a esta vida vino y no bebió vino. ¿A qué vino?”. No, ésta no es una frase de Juan de Ávila. Nunca lo puede ser para alguien que nace a principios del siglo XVI y, además, es considerado como una de las figuras anclada en lo más profundo de nuestro catolicismo. Pero este mismo hecho nos ha llevado a rastrear (ya lo hemos hecho con Teresa de Jesús) si uno de los elementos esenciales de nuestras raíces culturales, como es el vino, se encuentra oculto, disfrazado en ropajes significativos místicos en donde el vino se nos muestra en todo su esplendor vital. Pensamos que éste es el caso de Juan de Ávila. Y nada mejor que comenzar con esta frase suya: “Entonces vienen al hombre juntamente gozo y dolor; porque aquel nuevo vino que Dios le da á bever le embriaga con su dulcedumbre, y le haze despreciar todo lo visible.” Ya tenemos, en este primer enunciado, la dulzura del vino que es capaz de sacarnos de este mundo, con el claro peligro que esto conlleva. Quizás Juan de Ávila esté traspasando a Dios algo que es exclusivo del hombre, porque Dios nos ha concedido el agua, pero nunca el vino. Y es que estamos en los albores de una época en que el hombre está en un proceso continuo de conseguir todos los poderes divinos. Y éste, el vino, profundamente humano, rebota en Dios y se traslada hacia nosotros para representar su verdadera y plena configuración: “Y si Vuestra Merced quiere saber qué cosa es andar la mano de Dios por el ánima, si quiere bever en la tierra una gotilla del vino del deleite de Dios, si quiere llegarse á ver la visión de como Dios está en la zarza, y no se quema la zarza aunque arda, no aguze tanto el ingenio para inquirir, quanto el affecto para lo purificar.” No hace falta beber mucho, una simple gotita sirve para dimensionar el posible deleite que emborrachará nuestro espíritu cuando lleguemos a fundirnos un mínimo en la grandeza divina. Ahora sólo nos queda atisbar esa grandeza mediante signos terrenales tan significativos como el vino: “... y aquel las entiende que en ellas entiende á Cristo, el qual está en ellas encerrado como grano en espiga, y como el vino en la uva; y, por tanto el fin de la ley es Cristo, porque toda ella va á parar á Él.” Dios se ha adueñado del vino y deja para el hombre el agua: “El pone los sacramentos; pon tú un poco de agua viva de contrición. ¿Cómo no te pesará de haber ofendido a quien se puso por ti en la cruz?”. Pero es éste un intento vano. El hombre, su obra, el vino, es algo suyo que concede a Dios, de manera que se allega a Él en cuanto poder de creación, porque en el vino se encuentra la veta oculta de la vida “Mire y remire el que govierna república si tiene esta fortaleza de amor, que como fuerte vino le embriague.”