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Los parámetros del buen gusto y la bebida

  • Redacción
  • 2004-03-01 00:00:00

Con este cuadro de J. François De Troy estamos ya sumergidos en el siglo XVIII, un siglo que, en muchas de sus aristas, es un tanto difícil de aprehender. Un siglo conservador si se toma esta palabra en su sentido más normal, pero, a la vez, impregnado de un halo de civilización del que todavía nos alimentamos. El famoso “Sapere aude” (¡Ten el valor de servirte de tu propio conocimiento!) de Kant, como símbolo y grito del iluminismo, en el que la razón va a erguirse como la única iluminación del hombre. Una razón que se vuelca no en un huero espejo de reflexión sobre el mundo que acompaña a la vida, sino en un factor determinante para conformar a la propia vida. Nunca como entonces la razón bajó a mezclarse con la vida para moldearla y transmitirle todo su frescor. Sociedades de pensamiento, cafés, clubes: todo apunta a cristalizar un creciente aumento de círculos de sociabilidad completamente novedosa entre las personas. El ámbito doméstico deja de ser el centro sobre el que pivota la existencia humana. La representación social se convierte en un nuevo ceremonial que marca el ritmo de la vida. Es, en definitiva, la implantación progresiva de la vida del burgués, expresión tantas veces denostada que, sin embargo, rezuma vitalidad por todos sus poros. Y este cuadro de J. François De Troy es una muestra ejemplar de esta nueva forma de vida, en la que los parámetros del buen gusto desempeñan un papel esencial. Un decorado insinuante y un tanto voluptuoso, no exento de majestuosidad, rodea a estos personajes. Casi todos se plasman en el momento preciso de beber; no hay rostros taciturnos, y sus ademanes en modo alguno denotan un signo de embriaguez. El mimo con el que se trata al vino es bien evidente. De Troy se encarga de resaltárnoslo, al colocarlo en lugar destacado en un magnífico y bello mueble-nevera en el que las botellas pueden conservar su temperatura adecuada. Parece que están tomando un vino blanco achampanado que hace un perfecto maridaje con la no escasa cantidad de ostras, desparramadas por el suelo y servidas en espléndidas bandejas. No hace falta ninguna otra clase de complemento gastronómico. Vino y ostras son suficientes para colmar a estos “secuaces de la Ilustración”. La nueva sociedad de corte impone sus códigos de comportamiento, frente a los ideales de la antigua nobleza. Los personajes no tienen ya la necesidad de estar sentados para guardar las formas; el estar de pie infunden un aire de informalidad inconcebible en el ceremonial de la nobleza, y conforman un reducto semipúblico que se presta a la conversación distendida y alegre. Tenemos, pues, la racionalidad encarnizada en unas ostras, en un buen vino (se supone) y en un ambiente que, a buen seguro, muchos de nosotros desearíamos disfrutar muy a menudo.

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