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Sin filtrado

  • Redacción
  • 2005-02-01 00:00:00

El filtrado libera al vino de los elementos que lo enturbian y de las bacterias, pero también le roba aromas. Hace unos años, una finca vinícola del Mosela propuso a sus clientes una comparación muy interesante: la cata consistía en un vino Riesling seco elaborado a la manera convencional y filtrado con mucho cuidado antes del embotellado, y otra partida sin filtrar. En estas últimas botellas podían apreciarse vagamente los elementos que lo enturbiaban. Pero en la nariz y en el paladar la diferencia era mucho más clara: la versión sin filtrar poseía aromas más finos y su sabor era más delicado y complejo. Lamentablemente, para evitar conflictos con la oficina de regulación del vino, tuvo que venderse como vino de mesa, mientras que el vino filtrado podía firmar como Cosecha tardía. Este ejemplo demuestra que en ciertas ocasiones puede ser conveniente evitar a un vino de gran calidad un estrés adicional al final de su elaboración sometiéndolo a otra manipulación más. Es cierto que la filtración retiene las mínimas partículas enturbiadoras, las levaduras y las bacterias, y el vino llega a la botella realmente aséptico. Pero cada manipulación de este producto natural le resta algo de su complejo aroma y sabor. Por ello, cada vez más productores se atreven a eliminar el filtrado en sus mejores vinos, advirtiéndolo en la etiqueta. Pero esto siempre supone un riesgo. El vino sin tratar puede desestabilizarse ligeramente durante el transporte o el almacenado. Y no todos los consumidores aprecian el poso que se forma con el tiempo. Pero si dejamos al vino tomarse el tiempo necesario para clarificarse a sí mismo dejando que los posos se depositen de manera natural, el resultado será un vino más complejo e incluso más longevo. De paso, también se evitan las pérdidas de color en el caso de los tintos.

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