- Redacción
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- 2006-12-01 00:00:00
No siempre la bebida arrastra tras de sí esas connotaciones alegres, llenas de vida. También existe ese lado telúrico, triste, del vino, o más bien diríamos de la persona aferrada al beber por beber. Pocos como Adriaen Brouwer (1605-1638) han sabido reflejar esa vida cotidiana sórdida,aunque no exenta de cierta ternura. Peleas, juegos, escenas de taberna, figuras distorsionadas y grotescas desfilan por sus cuadros, pero todo plasmado con un refinamiento estilístico brillante y poderoso. No extraña que Rembrandt y Rubens coleccionan sus obras. Las tabernas, a las que tan asiduo era, aparecen en sus obras como un espacio social, alejado, por una parte, del espacio íntimo y, a la vez, del espacio multitudinario; un recinto, en progresivo auge, en el que las fronteras entre lo público y privado se difuminan, para amalgamarse en nuevo espacio social en el que se relacionan las clases populares. Broouwer conocía bien estos lugares y casi con toda seguridad esas escenas que pinta las vivió de forma directa. En este cuadro que reproducimos no aparece para nada ese «blasón del cuerpo civilizado» del que nos habla Erasmo en su libro La urbanidad pueril, cuyo tema central gira en torno al cuerpo y todas sus diversas manifestaciones externas en cuanto lo que éstas tienen de comportamiento cívico. Es la compostura, el dominio de la actitud corporal, una cultura del cuerpo que ofrece «el aspecto más inmediato de la personalidad.» Un cuerpo civilizado que se hace añicos en las clases bajas de la sociedad. Se podría decir que estos cuerpos grotescos de Brouwer en las tabernas son el contramodelo de esa construcción social del cuerpo que el “proceso de civilización” intentaba imponer, y cuya meta era la represión de las expresiones del cuerpo y la imposición de los buenos modales, relegadas a partir de este momento al ámbito de la pura interioridad. No se pliega Brouwer a ratificar esa sociabilidad imperante. No se presta a construir ese marco de una retórica expresiva en la que las figuras, en este caso los bebedores, emanen una tranquilidad que al mismo grado cero de la pasión y por tanto de la expresión. Pero este bebedor rompe cualquier canon que sólo quiera atenerse a una comedida expresividad. Ni sus cabellos, ni su vestimenta carente de cualquier clase de adorno, ni menos aún toda esa catarata de expresiones faciales que chorrean todo menos sociabilidad. La botella bien sujetada y el recipiente dispuesto de nuevo a recibir el líquido. Aquí sólo existe orgía tribal, desenfreno de las pasiones más animalescas y ninguna contención corporal. Todo el cuadro vibra de esa furia desatada que propicia la bebida, detrás de la cual se encuentran esas vidas ordinarias, rotas por la brutalidad y dureza del quehacer cotidiano, tan a menudo presente. No existe ningún elemento en el cuadro que haga distraer la mirada de esa densa violencia. Los caracteres fisiognómicos no tratan de esconder la verdadera naturaleza del personaje, más bien expresan la matriz identificativa del individuo y de su estatus social. La propia botella y el pequeño tazón para beber tienen una forma más bien anodina. Lo que importa es lo que exhala de esa figura próxima, de medio cuerpo, que resultaba algo insólito dentro de los cánones de la composición pictórica. Lo que Brouwer trata es de acercarnos a un trozo de la intimidad de ese hombre, condensada en un momento de furia y bebida.