- Redacción
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- 2008-01-01 00:00:00
GLa información que nos ha legado Diógenes Laercio sobre hombres ilustres tiene, entre otras virtudes, la ventaja de ofrecernos una amplia gama de anécdotas que nos aclaran no sólo el personaje sino también las circunstancias en los que los protagonistas se desenvuelven. Éste es el caso Anacarsis, hermano del rey de Escitia, de madre griega. Su embelesamiento por esta tierra parece que le condujo a la muerte; en sus últimas palabras, según Diógenes, dice que: «por su elegancia en el decir había vuelto salvo de Grecia, y que moría en su patria por envidia.» Su elegancia, su buen saber vivir abarca todo lo que nuestra vida le debe al vino. La reflexión que sobre el beber hace no tienen desperdicio: «la cepa lleva tres racimos: el primero de gusto, el segundo de embriaguez y el tercero de disgusto». Vino y música se erigen en el emblema civilizador: «Cuando le preguntaron si en Escitia había flautas, respondió: Ni tampoco cepas.» Alceo y Jenófanes llevan al vino por derroteros más humanos. El vino se convierte en el alivio principal de nuestra existencia, el bálsamo para absorber las angustias: «Bebe y emborráchate, Melanipo, conmigo. ¿Qué piensas?/¿Que vas a vadear de nuevo el vorticoso Aqueronte,/una vez ya cruzado, y de nuevo del sol la luz clara/vas a ver? Vamos, no te empeñes en tamañas porfías... Bebamos. ¿A qué aguardar las candelas? Al día le queda sólo un dedo de día./Descuelga y trae las grandes copas pintadas, en seguida./Porque el vino lo dio a los humanos el hijo de Sémele y Zeus/para olvido de penas. Escancia mezclando uno y dos cazos,/y llena los vasos hasta el borde, y que una copa empuje/a la otra... Ante los reveses no hay que rendir el ánimo,/que con desánimo, Bikis, no sacaremos nada en limpio;/y no hay mejor medicina que nos traigan el vino/y nos emborracharemos.» Con mucha más sutileza, Anacreonte inunda la vida, tanto de hombres como de mujeres, de hedonismo de alto calado. Y es que si «La negra tierra bebe la onda, el árbol bebe la tierra, el mar bebe los aires, el sol bebe la mar y la luna bebe el sol. ¿Por qué debo combatir yo mis deseos cuando quiero beber?» Si no tenemos los mortales el don de comprar la vida, ¿para qué gemir en vano? «Prefiero beber, y cuando haya bebido el dulce néctar, reunirme con mis amigos y en un esponjoso lecho sacrificarme a Venus.» El dulce vino que nos ofrece el feliz Baco «nos balancea en los aires perfumados y nos hace cantar la quietud de la vida.» Cuando bebemos vino nuestro espíritu se sumerge en las copas profundas. Un vino que tiene que deslizarse sin alboroto: «Échame vino, sin voces, sin tumulto alguno, ningún exceso puede perturbarme las alegrías que me proporciona Baco.» El triste dolor huirá en las alas del viento ante la vista de un vino, por esto es necesario «estar ebrio, danzar, estar cubierto de perfumes y jugar con bellas mujeres.» Unas máximas vitales que muchos estaríamos dispuestos a firmar tranquilamente.