- Redacción
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- 2008-09-01 00:00:00
La sal es parte de la vida. Pero en exceso puede causar dificultades tanto a los cocineros como a los amantes de vino, porque un plato demasiado salado puede dejar fuera de combate la capacidad de crítica. Sin sal, no hay vida. Es importante para la regulación de los líquidos en nuestro organismo, pero el exceso también puede ser responsable del aumento de la tensión arterial. La sal siempre ha sido un importante complemento de la alimentación. La posesión de fuentes de aguas salinas y el control del comercio de la sal, antaño tan relevante, eran fuente de riqueza e importante factor de poder. Verdaderos imperios económicos se construyeron exclusivamente sobre la base del comercio con la sal. El sabor salado es uno de los cuatro sabores básicos (además de dulce, amargo y ácido) y una importante especia en la cocina. La comida sin sal sabe sosa. En ciertas culturas, si el cocinero se ha pasado de sal se dice que está enamorado. Lo importante es encontrar siempre la dosis exacta. Empleada correctamente, puede potenciar y mejorar las buenas cualidades de un plato y del vino combinado con él. Pero, por el contrario, los alimentos demasiado salados pueden estropear el guiso e inhabilitar la lengua para el disfrute del vino, al menos durante un breve tiempo. En este caso, incluso los comensales menos exigentes, o aquellos a los que les gusta especialmente la sal, están perdidos. Aparte de la sal propiamente dicha, hay una serie de alimentos que son salados por naturaleza. Por ejemplo, los arenques vírgenes (Matjes). Prácticamente cualquier vino que se combine con estos pescados aún no adultos resulta metálico y agrio. Como mucho, es capaz de resistir un sémillon muy especiado de Australia; otros maridajes bastante originales podrían ser con un tinto autóctono del sur de Francia o un vino griego hecho con la variedad Xynomavro. También suelen ser saladas las anchoas, las ostras y el caviar, además de los mariscos, que, como es bien sabido, proceden del mar salado. Posiblemente no haya ningún vino que combine bien con las anchoas. En el caso de las ostras, el maridaje clásico es el Chablis. Pero también son buenas opciones otros vinos de la familia de los borgoñas blancos, los muscadet y los vinos de Jerez secos, o bien algún furmint de Hungría o de Austria. Y luego, naturalmente, hay diversos tipos de quesos decididamente salados como roquefort, gorgonzola, stilton, gruyère maduro y queso de cabra griego, sin olvidar la especialidad suiza raclette, que se suele preparar con queso fundido tipo tilsiter y se sirve con pepinillos agridulces y patatas muy calientes cocidas sin pelar. Para acompañar a las variedades de queso azul, se recomienda un vino dulce noble con cuerpo de la región de la Borgoña o de Sauternes. A los suizos les gusta maridar su raclette con Traminer o con algún Petit Arvine, uno de esos vinos blancos que resultan ligeramente salados. En el caso del stilton, el compañero de viaje ideal es el vino de Oporto. Los españoles prefieren armonizar las anchoas con Txakolí, o algún vino de aguja catalán. Para las salazones mo hay mejor compañero que una manzanilla, por su similitud aromática y gustativa. Y el recio cabrales resulta ideal con ribeiros, albariños... vinos de presencia ácida y notablemente aromáticos. Los extremos se tocan Básicamente, se puede decir que un plato de sabor salado requiere algo de abocado en el vino. Los extremos se tocan, también en lo culinario. No son muy recomendables los vinos tintos con mucho tanino. En última instancia, éstos se pueden imaginar combinados con algún jamón serrano. Tampoco lo tienen fácil las variedades blancas, generalmente procedentes de suelos minerales, como por ejemplo los riesling del Mosela en su versión seca, pues suelen poseer una delicada nota salada. Y es que lo salado y lo ácido, combinados, se potencian. Es sabido que la brisa salada del mar puede modificar la percepción de los sabores; así, un vino tomado a la orilla del mar sabe distinto que en casa. Actualmente resulta inimaginable un método empleado por los antiguos griegos: los habitantes de la isla de Kos solían rebajar su opulento vino con agua del mar.