- Redacción
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- 2009-11-01 00:00:00
Levaduras naturales o industriales. Parece una disyuntiva ecológicamente evidente. Pero no necesariamente es así: generalmente, las levaduras naturales del viñedo llevan a cabo su trabajo en el tanque de fermentación de modo tan fiable como sus compañeras de laboratorio. Lo importante es que el vinicultor sepa manejar “su” levadura. Sin levadura no hay vino. Estos microorganismos poseen la capacidad de transformar muchos tipos de azúcar el alcohol, un proceso que se denomina fermentación. Entre otras cosas, son las responsables de convertir la cebada malteada en cerveza, la harina de arroz en sake y, por supuesto, el zumo de uva en vino. La primera producción de vino quizá se debió más al azar que a una intención calculada. Porque no sólo las uvas son ricas en la fructosa adecuada, también las levaduras están presentes de manera natural en el entorno del viñedo, en la piel de cada uva. Cuando entran en contacto el zumo de la uva y las células de las levaduras, incluso en la producción de zumos, en principio podría iniciarse la fermentación. Esto explica por qué en algunos zumos de fruta en ocasiones se ha hallado alcohol. Pero para que el zumo de uva se convierta en un vino enteramente fermentado, son necesarios más factores. El tipo de levadura más adecuado para la producción de vino se llama Saccharomyces cerevisiae, que literalmente quiere decir “hongo del azúcar de la cerveza”. En la uva no supone más de un uno por ciento de la población de levaduras silvestres, pero en el tanque de fermentación desarrolla sus cualidades: ninguna otra variedad está tan bien adaptada a las altas concentraciones de azúcar, a un entorno pobre en oxígeno y al alcohol que se va produciendo. Mientras sus competidoras tiran la toalla relativamente pronto, la Saccharomyces cerevisiae se multiplica a una velocidad vertiginosa y en tres días puede poblar el tanque. Allí realiza su trabajo sin pausa, hasta que todo el azúcar se ha transformado en alcohol, o bien hasta que el bodeguero detiene la fermentación con anhídrido sulfuroso para producir vinos con azúcar residual. Muchos vinicultores siguen confiando –o vuelven a confiar– en la llamada fermentación espontánea. Si se crean las condiciones adecuadas para las cepas naturales de Saccharomyces cerevisiae, este método suele funcionar perfectamente. Requiere una temperatura del mosto de entre 25 y 30ºC. Además, todos los otros tipos de levaduras silvestres que han llegado con las uvas al tanque de fermentación deben ser eliminados al máximo antes del inicio de la fermentación, añadiendo una pequeña cantidad de sulfitos. Si no, podrían estorbar el trabajo de las Saccharomyces e incluso provocar defectos del vino, como el avinagrado o los fenólicos volátiles como el Brettanomyces (olor a cuadra). Liofilizadas y metidas en bolsas Para impedirlo, muchos productores de vino actualmente usan las levaduras vínicas cultivadas industrialmente. Se seleccionan algunas cepas concretas de levaduras de la especie Saccharomyces cerevisiae, se multiplican en el laboratorio y luego se venden liofilizadas y metidas en bolsas. A este polvo se le añade agua con azúcar, o bien mosto, y se vierte la mezcla en el tanque de fermentación. La ventaja es que el enólogo sabe exactamente qué levaduras tiene en su tanque y, además, se asegura de que están presentes en cantidad suficiente. A ello se suma que hoy es posible cultivar levaduras con determinadas características: algunas elevan la producción de alcohol, otras aumentan la glicerina, que confiere al vino una sensación de suavidad en boca, otras realzan la tipicidad aromática de ciertas variedades de uva concretas. Y además, también existen auténticas levaduras potenciadoras del aroma, que ayudan a las variedades de uva con menos sabor propio a lograr una frutalidad exuberante (aunque suele disiparse al poco tiempo). En Europa, en total, están permitidos varios cientos de tipos de levaduras purificadas industriales y muchos vinicultores superiores experimentan una y otra vez, hasta encontrar la levadura óptima para su vino.