- Laura López Altares
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- 2018-04-05 14:01:00
La profunda y vehemente relación entre pintura y vino ha quedado plasmada en forma de dioses de apetito voraz, sugerentes bodegones o paisajes otoñales salpicados de viñas. Artistas de todas las épocas han sucumbido al influjo "del producto más inspirador".
Cada botella de vino es una pequeña obra de arte: atesora decenas de historias que nos hablan de frutos, de aromas, de territorios, de personas... Era inevitable que la pintura encontrara inspiración en la sugerente gama de rojos y amarillos del vino; en los exuberantes viñedos; en Baco, Dios romano del vino y adalid de los placeres terrenales; en la vendimia y su perpetuo otoño. Es una tarea impracticable resumir en este espacio tan limitado la profunda vinculación que existe entre vino y pintura, pero hemos querido hacer un breve recorrido por algunas obras españolas que nos parecen imprescindibles para entender esta vehemente relación.
El triunfo de Baco (1628-1629), del pintor barroco Diego Velázquez, es nuestro punto de partida. En esta obra maestra –conocida popularmente como Los borrachos–, podemos contemplar al dios romano mezclándose con mortales embriagados por su obsequio, y coronando a uno de ellos. La primera pintura mitológica de Velázquez humaniza al dios de apetito voraz con su firme y magistral pincelada naturalista, y da pie a diversas interpretaciones.
Años antes de su época oscura, Francisco de Goya tiñó de luz otoñal la Sierra de Gredos en La vendimia (1786). Las uvas simbolizan el otoño, con su meláncolica calidez. Aquí el vino es símbolo de calma y no de desenfreno. Con su trazo fogoso e inspirado, el genio aragonés da forma a una vendimia moderna en la que un joven noble vestido de amarillo –el color del otoño– ofrece un racimo a una dama mientras un niño intenta alcanzarlo. Una campesina –figura central del cuadro– sostiene sobre su cabeza un cesto repleto de uvas; al fondo, los campesinos recogen el preciado fruto.
Del Goya menos sombrío saltamos al enérgico y rupturista Picasso. El brillante artista malagueño revolucionó el mundo del arte creando una nueva forma de interpretar la realidad. El cubismo juega con las formas naturales y las descompone en figuras geométricas, adoptando una perspectiva múltiple. Un perfecto ejemplo de este movimiento vanguardista –en su última etapa– es La botella de vino (1922), que reproduce un bodegón con colores muy vivos y una exquisita irreverencia.
Salvador Dalí decía que "un gran vino requiere de un loco para hacer crecer la vid, de un hombre sabio para velar por ella, de un poeta lúcido para hacerlo y de un amante para beberlo". La pasión de Dalí por el vino y su genialidad absoluta se encontraron en Vaso de vino y bote (1956), impregnando de surrealismo onírico "el producto más inspirador de la historia del arte", al que también homenajeó –con su subversiva sensualidad– en el libro Los vinos de Gala.