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Vino en tiempos de guerra

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  • Laura López Altares
  • 2018-11-08 00:00:00

El vino ha jugado un inesperado papel en los campos de batalla: infundía valor en las trincheras, llevó a los viticultores franceses a inventar todo tipo de ingenios para salvaguardar su tesoro del Tercer Reich... y hay quien dice que Napoleón cayó por él.


Todos tenemos algún Vietnam en nuestra vida, esas batallas perdidas antes de empezar que dejan cicatrices de metralla en la piel y cierto olor a napalm en la memoria. El ejército nazi tuvo varios a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, pero nos quedamos con la épica ferocidad con la que los viticultores franceses protegieron su preciado tesoro de la insaciable avidez alemana.


El magnífico libro La guerra del vino, de Don&Petie Kladstrup, narra el amor por las viñas y la conmovedora fiereza de aquellos viticultores, y nos revela el importante e inesperado papel del vino en tiempos de guerra. Ya en el siglo VI a.C., Ciro el Grande de Persia ordenó a sus tropas beber vino como antídoto contra la enfermedad, una creencia compartida por Julio César y Napoleón Bonaparte (hay quien dice que perdió la batalla de Waterloo por no llevar champán). El mismo champán que infundió valor en las trincheras francesas durante la Primera Guerra Mundial, y por el que se jugaron la vida los temerarios vignerons de la Champagne vendimiando la cosecha de 1915 entre el ruido ensordecedor de los obuses.


La Primera Guerra Mundial dejó los viñedos franceses desgarrados por la artillería y envenenados por gases tóxicos y, justo cuando parecían recuperarse, sufrieron los devastadores efectos de la Gran Depresión. Poco después llegaría una añada terrible: la de 1939 (una leyenda de los campesinos franceses sobre la guerra y el vino decía que Dios mandaría una mala cosecha si empezaba la guerra, y una magnífica cuando terminara).


La ocupación alemana en la primavera de 1940 fue el golpe definitivo a los maltrechos viñedos de Francia (los de Château Montrose fueron convertidos en campo de tiro y Château Haut-Brion, en casa de reposo para pilotos alemanes), y los viticultores tuvieron que acostumbrarse a la presencia de los weinführer, comerciantes de vino alemanes vestidos de uniforme –Otto Klaebisch en Champagne, Adolph Segnitz en Borgoña y Heinz Bömers en Burdeos–; aunque en ocasiones facilitaron el trabajo de los productores franceses. También tuvieron que armarse de valor e ingenio para hacer frente al ansia saqueadora del Tercer Reich: hubo muchos vinos de dudosa calidad etiquetados como si fueran memorables, falsos muros envejecidos con telarañas que ocultaban las joyas de las bodegas, vagones de tren desvalijados... e inluso argucias legales por parte del gobierno colaboracionista de Vichy –dirigido por el mariscal Pétain– para impedir que Alemania se apoderara del mítico Château Lafite-Rotchschild como botín de guerra (por ser propiedad judía). La Resistencia se hizo fuerte en el campo francés, y los héroes rebeldes se ocultaron en cobertizos y bodegas, donde también se crearon depósitos de armas. Viticultores hechos prisioneros de guerra –como Gaston Huet– organizaron fiestas del vino francés e incluso hay quien escribió libros sobre vino –es el caso de Roger Ribaud– durante su cautiverio. Pero París no ardió. Y los aliados ganaron la guerra. El 4 de mayo de 1945, una unidad militar francesa se adentró en el casi inexpugnable Nido de Águilas –"el Valhalla para los dioses, señores y dueños nazis", según el historiador Stephen Ambrose– y recuperaron la extraordinaria bodega de Hitler, con medio millón de los vinos franceses más exquisitos de la historia. La cosecha de 1945 fue pequeña, pero legendaria.


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