- Laura López Altares
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- 2019-01-31 00:00:00
Bálsamo para curar heridas, capaz de infundir fuerza y arrojo y de "adormecer las penas", remedio contra incontables males... En la Antigüedad, el vino era considerado como un eficaz medicamento en dosis moderadas; en exceso, como "veneno".
A ntídoto o veneno. Placentero bálsamo o dolorosa condena. El dios Dioniso trasladó su ambivalencia a aquella fascinante bebida que entregó a los mortales como remedio a (casi) todas sus preocupaciones... y dolencias. Porque aunque haya pasado a la historia como el juguetón y ávido dios del vino, en la Antigua Grecia también le rendían culto por una faceta mucho más desconocida, la de médico. El historiador y filósofo griego Plutarco le llamaba "médico moderado" por haber inventado el vino, ese eficaz y delicioso pharmakon –"toda sustancia exterior al cuerpo capaz de producir en este una modificación favorable o desfavorable"–, cura o veneno según la dosis administrada. Mnesiteo de Atenas, médico de la escuela hipocrática, hace referencia a esta evidente dualidad: "Los dioses dieron a conocer el vino a los mortales como el mayor bien para quienes lo toman con sensatez, pues les proporciona alimento y vigor a sus almas y a sus cuerpos, y lo contrario para quienes lo hacen de forma desordenada".
El propio Hipócrates decía que "el vino es una cosa maravillosamente apropiada para el hombre si, en tanto en la salud como en la enfermedad, se administra con tino y justa medida", y Galeno –médico griego en el Imperio romano– hablaba de aquella "útil" bebida que, "tomada con moderación, distribuye el alimento por el cuerpo, ayuda a digerirlo, produce sangre, nutre, aligera todas las penas y aflicciones y contribuye a volver más mansa y animosa a nuestra alma”. Siendo conscientes del daño potencial que podía causar si se tomaba en exceso, los médicos griegos aprovecharon las múltiples propiedades terapéuticas del vino (apelando siempre a la moderación, y combinándolo a veces con otros ingredientes) para curar heridas –pero nunca las de la cabeza, como señala el Corpus Hippocraticum– y diversas enfermedades: lo consideraban analgésico, afrodisiaco, anestésico, antiséptico, estimulante, digestivo, reconstituyente, calmante, antiinflamatorio, somnífero y calorífico (efecto vinculado a la teoría hipocrática de los humores). Estas cualidades variaban en función del color, el sabor, la consistencia, el aroma, la fuerza y la edad del vino, según la clasificación que estableció Galeno a partir de la desarrollada por los hipocráticos.
En la instintiva medicina romana también consideraban el vino como un poderoso elemento ambivalente –curativo, pero destructivo en exceso– y se empleó como ingrediente principal de numerosos remedios para todo tipo de afecciones (también como analgésico en cirugía). El polifacético escritor latino Plinio afirmó que las vides "alcanzan tal importancia en los medicamentos que son remedios por sí mismas mediante su propio vino", y estableció diferencias entre el uso interno y externo del vino: "El vino bebido tiene la propiedad de hacer entrar en calor el interior del cuerpo y, derramado por fuera de él, la de enfriarlo". Las referencias en los textos antiguos sobre los poderes curativos del vino son muy abundantes: desde el buen samaritano de la Biblia a los héroes y guerreros de Homero. Ejércitos como el aqueo, el romano o el macedonio utilizaron el vino para infundir ardor a sus tropas y aliviar sus heridas de guerra. Y mientras, en la impasible y recia Esparta, donde no había lugar para la debilidad, las mujeres bañaban a sus hijos en vino para prevenir la epilepsia y otras enfermedades y hacerlos más fuertes.