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Hay quien siente un miedo atroz e irracional al dolor (agliofobia), a volar (aviofobia), a la luna (selenofobia), a irse a la cama (clinofobia), a tomar decisiones (decidofobia), a los lunes (deuterofobia), al número 13 (triscaidecafobia), al ajo (aliumfobia)... e incluso a las barbas (pogonofobia). Las fobias nos pueden parecer disparatadas, extrañas o espeluznantes, pero hay una en especial cuya existencia desconocíamos y que nos ha perturbado tanto como para dedicarle estas líneas: la oenofobia o, lo que es lo mismo, ¡pánico al vino! Que una de las mayores fuentes de placer que existen en el universo pueda provocar un terror incontrolable en otras personas nos parece inaudito, pero lo cierto es que es una fobia documentada. Y las fobias, ya se sabe, escapan de nuestro entendimiento. El temor que provocan es tan intenso y paralizante que llegan a manifiestarse físicamente a través de temblores, sudores, palpitaciones, problemas respiratorios, náuseas... Verse cara a cara con el monstruo puede desatar una ansiedad muy profunda (aunque en este caso se trate de un delicioso monstruo con el que compartimos nuestras noches y días), y si bien es cierto que la incidencia de la oenofobia es poco frecuente, las personas que la padecen asocian el vino con un gran peligro, y por eso les produce un terror insidioso y enfermizo. Justo en el extremo opuesto se encuentran los oenófilos, o enófilos, aquellos que aman el vino con fervor y le rinden culto de forma habitual. Y aunque la ciencia no los ha estudiado de momento, tenemos pruebas irrefrutables de que están entre nosotros.