- Laura López Altares
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- 2019-05-30 00:00:00
Decenas de históricas conspiraciones (algunas por venganza, otras por estrategia política) han culminado en un suculento manjar emponzoñado... o en una copa de vino mortífera. Personajes tan célebres como Alejandro Magno o el papa Alejandro VI sucumbieron a ese último y fatal trago.
L os letales y silentes venenos han protagonizado intrigas políticas y palaciegas, encendidas venganzas, épicos suicidios, sonados crímenes y obras artísticas, literarias y cinematográficas de todos los tiempos. Plomo, cicuta, estricnina, arsénico, cantarella... la mortífera ponzoña se solía enmascarar tras suculentos manjares y vinos que camuflaban su funesto sabor, aunque podía adquirir los más ingeniosos y variopintos disfraces: un puñal, un libro, un anillo, un guante... La sutil habilidad envenenadora se elevó a categoría de arte durante el Renacimiento italiano, pero en ocasiones los venenos actuaron sin alevosía, como sucedió en la antigua Roma.
Nuestros antepasados, ávidos consumidores de vino, se enfrentaron sin saberlo a un asesino en las sombras: el plomo (al que curiosamente asociaban con el terrible dios Saturno). Patricios, senadores y emperadores romanos eran aficionados a endulzar el vino con sapa, o azúcar de plomo, un edulcorante cuya toxicidad desconocían. Esta explosiva mezcla se obtenía al cocer mosto en ollas de plomo –lo hacían para prolongar la vida del vino–, y la utilizaban para aderezar el vino y otros alimentos. El uso sostenido en el tiempo de aquel dulce tóxico provocó la aparición frecuente de enfermedades como la gota, dolores de cabeza, depresión, agresividad o esterilidad entre las clases altas (los plebeyos rebajaban el vino con agua, así que se libraron de la maldición saturnina). Hay historiadores que ven en la despótica locura de Nerón, Calígula o Cómodo síntomas de envenenamiento crónico por plomo, e incluso quienes sitúan este veneno como uno de los desencadenantes de la caída del Imperio Romano... el apocalíptico debate sigue abierto.
Otra gran disputa histórica es la que generó la muerte de uno de los estrategas más brillantes de la historia, el emperador macedonio Alejandro Magno. Falleció a los 32 años tras doce días de agonía, entre fuertes dolores de cabeza y estómago, cansancio extremo, fiebre y parálisis. Los expertos no se ponen de acuerdo en la causa de su muerte: fiebre tifoidea, malaria, fiebre del Nilo... ¿o tal vez envenenamiento? El impetuoso general bebía vino con voracidad, y bajo sus efectos llegó a tomar decisiones extremas. Esa desmesurada pasión pudo ser el talón de Aquiles de Alejandro, que cayó enfermó tras beber vino en honor a Hércules, y cada vez cobran más fuerza las hipótesis que apoyan la existencia de un veneno oculto en ese último trago...
Y si hablamos de venenos, la familia Borgia merece un lugar de honor en la Historia. Los grandes maestros renacentistas del envenenamiento (con permiso de los Médici) no solo asesinaron a sus enemigos políticos con exquisita frialdad, también probaron los efectos de nuevas y mortíferas sustancias en sus temerarios comensales. Se dice que el genio Leonardo da Vinci, estando al servicio del ambicioso y carismático César Borgia (que fascinó a Maquiavelo e inspiró su modelo de príncipe), también le asesoró en materia envenenadora. Resulta shakespeariano que sobre la muerte de su padre, el papa Alejandro VI, siga planeando la sospecha del arma predilecta de la familia. Ambos enfermaron después de asistir a un banquete en la residencia del cardenal Adriano da Corneto, y aunque hay quien defiende que la muerte del papa español fue provocada por la malaria, muchos siguen pensando que cayó en su propia trampa, bebiendo por error de una copa de vino emponzoñada... ¿Justicia poética o casualidad?