- Laura López Altares
- •
- 2019-10-08 00:00:00
Los supervillanos de este primer episodio se valen de su minúsculo tamaño y de su dañina y silenciosa voracidad para exterminar a su presa: la filoxera, el oídio y el mildiú forman la fatídica tríada de invasiones americanas del siglo XIX.
Las grandes historias (del cine, de la televisión, de la literatura, de nuestras vidas...) son más interesantes cuando entra en juego un buen villano. Y el mundo del vino, con las sufridoras vides como protagonistas, ha hecho frente al asedio de numerosos enemigos, algunos tan diminutos como devastadores.
El fantasma del pulgón emigrante más atroz de todos los tiempos todavía planea sobre las vides europeas, que aún se estremecen al oír su nombre. La filoxera (Phylloxera vastatrix) es la villana de las viñas por antonomasia. Una suerte de Darth Vader reencarnado en complejísimo insecto enano. Esta plaga se puede presentar de cuatro formas diferentes: gallícola (hembras nacidas en primavera que se reproducen sin fecundación para dar vida a un ejército de larvas), que ataca las hojas formando agallas; radicícola, el letal pulgón joven (también hembras que se reproducen sin fecundación) que devora sin piedad las raíces; aladas nimfas, torpes piojillos voladores que transmiten la plaga de un viñedo a otro; y filoxeras sexuadas, cuya reproducción da origen al huevo de invierno, que depositan bajo la corteza de las cepas en otoño.
Cuando esta apocalíptica plaga llegó al continente europeo en 1863, la historia del vino se reescribiría a golpe de pequeños pero mortíferos mordiscos. En Francia, primer país atacado por el glotón insecto, las vides empezaron a morir a una velocidad de vértigo, y la invasión se propagó como la pólvora. Era imparable. Aunque España gozó de un breve periodo de plenitud al convertirse en principal abastecimiento vinícola del maltrecho país vecino, también estaba condenada. A partir de 1870, la filoxera inició su asalto a la Península por Oporto, Málaga y Girona, pero se topó con algunos bastiones a su paso: los suelos arenosos de muchas regiones vitivinícolas (un freno natural a la plaga) y las inexpugnables Islas Canarias.
La providencial vid del Nuevo Mundo, la misma que había transportado la fatídica plaga, se reveló como la salvadora de la Vitis vinifera: las delicadas variedades europeas sobrevivieron al ser injertadas en las salvajes y resistentes raíces de la Vitis americana.
Precisamente otra catastrófica epidemia de origen estadounidense fue la que atrajo a aquellas vides americanas infectadas con la filoxera como posible cura. El oídio (Oidium tuckerii) es una enfermedad provocada por el hongo Uncicula necator, que infecta con su polvillo de color ceniza hojas, racimos y pámpanos. Sus efectos sobre el viñedo europeo a mediados del siglo XIX fueron terribles, hasta que se descubrió su kryptonita particular: el azufre.
El mildiú es otro terrible mal criptogámico de origen americano que puso en jaque a los viticultores del Viejo Continente. El sulfato de cobre es el remedio para esta gravísima enfermedad, que puede atacar las partes verdes de la viña en forma de insidiosa pelusa y manchas amarillentas.
De aquel triunfo sobre la feroz tríada de invasiones americanas nació una nueva viticultura; y, con ella, la esperanza. Aunque, como veremos en el próximo número de MiVino, los enemigos nunca descansan.