- Laura López Altares
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- 2020-02-28 00:00:00
Faraones que viajaban al Más Allá con ánforas, dioses cuya sed de sangre solo se aplacaba con el fruto de la vid, viñas plantadas a orillas del Nilo... Las historias y testimonios que nos ha legado la civilización egipcia, ferviente apasionada del vino, tienen un valor incalculable.
La antigua civilización egipcia fue una de las más fascinantes de todas cuantas han habitado el planeta, y también una de las primeras en sucumbir al irreprimible magnetismo del vino. De hecho, hay hallazgos arqueológicos que constatan que la vid ya se cultivaba en el tercer milenio antes de Cristo, y la doctora en Farmacia y egiptóloga María Rosa Guasch-Jané, directora del proyecto Irep en Kemet, Vino del Antiguo Egipto, señala que la documentación arqueológica más extensa sobre viticultura y elaboración de vino procede precisamente de aquella cultura.
Los viñedos moraban en el fértil delta del río Nilo y los oasis occidentales, y su producción estaba controlada por faraones, nobles, sacerdotes y altos funcionarios. Como apuntan Luis Hidalgo Fernández-Cano y José Hidalgo Togores en su Tratado de Viticultura I, el vino estaba considerado un producto de lujo y su consumo estaba reservado a las élites. El pueblo llano solo lo bebía en las grandes fiestas –como la que se celebraba en Bubastis en honor a la diosa Bastet–, ya que su coste era mucho mayor que el de la cerveza. Además, se utilizaba para preparar medicinas y como ofrenda a los dioses en las ceremonias religiosas, y formaba parte de los rituales funerarios, como se puede apreciar en la gran cantidad de relieves y pinturas con escenas vinculadas al vino y la vid encontradas en tumbas de distintos periodos históricos (Imperio Antiguo, Reino Medio...). Los faraones se enterraban con vino para poder disfrutarlo en su otra vida, pero también como un elemento imprescindible para completar con éxito el misterioso viaje al Más Allá.
El gran trabajo de investigación de María Rosa Guasch-Jané reveló curiosos detalles sobre estos vinos mortuorios: además de las 23 ánforas de vino halladas en el anexo de la tumba de Tutankamón, se encontraron otras tres en la cámara sepulcral –rodeando el cuerpo momificado del rey– que nunca antes se habían analizado. Estas cumplían con un propósito diferente al aprovisionamiento de ultratumba: ayudar al joven faraón en su posterior renacimiento. Mediante un novedoso método de análisis se probó que las ánforas contenían vino tinto, blanco y shedeh, un tinto con una elaboración distinta. En todas ellas aparecía grabada información sobre el vino: añada, producto (el color no se mencionaba), calidad, zona de procedencia, propiedad y elaborador.
El proceso de elaboración del vino también está documentado a través de numerosos testimonios (entre ellos las pinturas y relieves funerarios): recogida de racimos, transporte al lagar, pisado de la uva, prensado, fermentación en ánforas selladas... ¡y por supuesto el intenso disfrute posterior! Excesivo a veces, incluso. Porque para los antiguos egipcios, el vino tenía un carácter sagrado: su origen se asociaba con Osiris, dios de los muertos y la agricultura, que moría con la llegada de la estación seca y resucitaba en cada crecida del Nilo. También cuenta la leyenda que Sekhmet, la diosa leona de la guerra y la sanación, inició una feroz venganza contra los mortales que solo se aplacó con la dulce embriaguez del vino... desde entonces, la honraron una vez al año consumiendo grandes cantidades de aquella arrebatadora bebida que salvó a la humanidad.