- Diana Fuego
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- 2023-09-29 00:00:00
Entre las pinturas, dibujos, grabados y cerámicas del indómito genio malagueño se derramaron escenas inspiradas por la mitología clásica, botellas cubistas, hipnóticos porrones y hasta jarras con formas báquicas.
Huracanado, irreverente, magnético y excesivo, Picasso llevó cada una de sus pasiones a límites demoledores. Revolucionó hasta el delirio el mundo del arte, dibujando una nueva forma de interpretar la realidad, y puso a prueba –hasta el extremo– a todos aquellos que lo rodearon. "El paraíso es amar muchas cosas con pasión", dijo el indómito genio malagueño, aunque a menudo esa vehemencia se enredó en un irremediable impulso destructivo que tal vez tuvo más de infierno que de edén. El talento desbordante del artista arrasó con el orden establecido, al igual que esa personalidad tremendamente seductora de la que nadie logró salir ileso.
En su compleja obra volcó todos sus amores y demonios, y tal vez por eso resulte tan irresistible. Incluso se atrevió a deconstruir el universo del vino con sus pinceladas y trazos rupturistas, aunque lo inmortalizó de mil formas, a cada cual más fascinante.
De hecho, La Cité du Vin de Burdeos –se definen como "una instalación cultural única dedicada al vino como patrimonio cultural universal y vivo"– exploró esa curiosa relación artística en la exposición Picasso, la efervescencia de las formas a través de 80 piezas (pinturas, dibujos, cerámicas, vídeos…) divididas en distintas secciones temáticas en las que se analizó el papel del vino y los licores en la obra del pintor. Y que, según cuentan desde La Cité du Vin, puso "en relieve la efervescente creatividad que siempre lo acompañó, combinando la embriaguez de la vida, la embriaguez de los sentidos y la embriaguez de las formas".
Desde sus comienzos, donde el vino se alzaba como un potente elemento simbólico sagrado asociado a la religión cristiana, la brillante intuición del artista ya apuntaba veladamente hacia otra realidad: esa que se esboza más allá de lo evidente.
Su irrefrenable afán por experimentar, por despertar esa otra mirada, se hace más visible en su época azul: entonces, como perfilaron los organizadores de aquella apasionante muestra, "la vida estalla en escenarios que mezclan la bohemia artística y el pueblo, la miseria y la efervescencia de la vida moderna". El vino se asoma desde cafés, restaurantes y cabarets, acompañando –e intensificando– las pasiones populares que retrató casi a modo de caricatura.
Ya inmersos en el cubismo, las botellas de Picasso cobran vida propia en una danza endiablada y delirante que desdibuja las formas en bodegones hipnóticos, como el famosísimo grabado La botella de vino (1922), que se puede contemplar en el Museo Vivanco de la Cultura del Vino, donde también dedicaron una exposición a Picasso entre 2018 y 2019: Picasso dionisiaco. El director del museo, Eduardo Díez Morrás, destaca que este pionero de las vanguardias "tenía una gran afinidad con la iconografía clásica y realizó series de obras sobre el minotauro o con escenas báquicas".
La fascinación de Picasso por la mitología clásica se refleja en obras tardías como su turbador Homenaje a Baco (1960), de trazos febriles; o Bacanal, un grabado que evoca una escena entre onírica y surrealista. Pero es recurrente, y ya desde principios del siglo XX se podía palpar la influencia de la pintura pompeyana en su obra. Como os contábamos en nuestro artículo dedicado al porrón (MiVino 277), la historiadora del arte Conxita Boncompte analizó la influencia de estos frescos en Picasso, y profundizó en esa suerte de obsesión que tenía el artista malagueño con los porrones. En ellos veía un símbolo erótico que identificaba con el ritón antiguo, del que los romanos bebían a chorro en aquellas bacanales en honor al dios de todos los apetitos.
¿Pero Picasso sucumbió al vino en la vida real tanto como lo hizo en su obra? Precisamente en el espacio que Vivanco dedicó a la cultura del vino en Radio 5 resumieron así su idilio: "Parece que Picasso fue un gran bebedor de vino en su juventud y abstemio en su madurez. Leyendas aparte, el mundo del vino y la mitología clásica vinculada a esta bebida universal estuvieron muy presentes en la obra del artista, quizá como testigos de la dualidad de las pasiones de los hombres, de la bifurcación del camino entre lo racional y lo irracional. La cerámica, su pasión tardía, también sucumbió al vino". Y tanto.
Porque la vida del polifacético creador dio un giro en 1946 al trasladarse a Vallauris (Costa Azul), donde se entregó a la cerámica: "Para él supuso un reencuentro con la milenaria tradición artística mediterránea, con la que siempre se sintió estrechamente identificado, tanto por los motivos representados como por su fascinación por los misterios de la alfarería, en la que la intervención del fuego provoca la transformación de las propiedades de los materiales", explican desde el Museo Picasso Málaga. La jarra del barbudo, con la forma de un hombre coronado con hiedra como los seguidores de Baco, nos sirve como delicioso (y enigmático) epílogo.