- Redacción
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- 2002-09-01 00:00:00
Sorprendente, con ese puntito de caos que revela el genio, la bodega es un museo del vino y un taller, un laboratorio de alquimia del que salen vinos dignos de un museo: generosos riquísimos y profundos, como el amante ideal.
o está todo inventado. Ni siquiera en vinos legendarios ni en bodegas históricas. Quien piense, como el viejo refrán, que la buena fama es preludio de siesta debería dar una vuelta por Aguilar de la Frontera, sumarse a la espléndida locura de la Cata Popular que cada verano acoge a miles de entusiastas degustadores y, antes o después, recorrer el camino desde la plaza octogonal de San José hasta la bodega Toro Albalá, puntal de la localidad y una de las más antiguas y prestigiosas de la denominación Montilla-Moriles.
No hay que preguntar. No tiene pérdida. Una alegre torrecilla cuadrada, blanca de cal, rematada con pulcras tejas y una sencilla veleta, se eleva sobre el intenso verdor del jardín.
No hay que dejarse engañar por el rótulo. El muro reza “El Eléctrico” para recordar que el edificio, antes de ser bodega, nació como central termoeléctrica para iluminar la villa.
Una línea completa
Y el nombre y el uso parecen ser premonitorios, signo de dinamismo, inquietud y buenas luces. Ha servido también para bautizar la línea de vinos más popular de la bodega, un afrutado joven, un fino en rama, un fino clásico subtitulado “del lagar” y una producción muy limitada y artesana, Gran Reserva Pedro Ximénez que cuenta con poco mas de 2.000 botellas numeradas.
Las soleras son históricas, pero el resultado es obra del actual propietario y enólogo, Antonio Sánchez, quinta generación de aquel primer Antonio que a mediados del pasado siglo llegó desde tierras sevillanas. En Aguilar montó una taberna animada y, para surtirla, compró una preciosa viña, “Las Norias”. A ese vino, que hoy llamaríamos “de cosechero”, se fueron incorporando elaboraciones de uva ajena hasta que, en 1922, la familia restaura y sienta sus reales en la antigua central eléctrica.
Desde entonces, todo se ha conservado, la maquinaria obsoleta convertida en arqueología industrial, los utensilios artesanales sustituidos, en el uso, por otros más modernos y eficaces. De modo que, en manos de Antonio, la bodega es hoy un interesante y divertido contraste entre las últimas innovaciones técnicas y las piezas de anticuario, curiosidades encontradas aquí y allá, con talante coleccionista, que hoy conforman un catálogo con cerca de cuatro mil referencias. Una colección que se ha convertido en un completo museo y biblioteca del vino y, como tal, abrirá sus puertas en fecha inmediata.
Frente a ese culto al pasado, Antonio Sánchez opone el contraste de un genio desbordante, inventos, soluciones para mejorar la conservación de sus vinos, creaciones para ampliar la oferta con tragos al gusto actual, con una arriesgada ligereza, unos, y con una profunda solemnidad, otros.
La originalidad se aplica también a la presentación, a la forma de las botellas, a las etiquetas, alguna de madera pirograbada, otras grabadas en relieve para lectura en Braille o acompañadas de una dosis de cata.
Pero el espíritu, la fuerza y el alma del vino bien hecho y bien criado permanece inmutable. Dos mil botas de roble americano envuelven y pulen la esencia de la Pedro Ximénez, la variedad de uva monográfica de esta denominación, la que caracteriza a sus finos y los diferencia del resto de los andaluces.
El éxito en los concursos
Sólo aquí esa uva acostumbrada a transformar el calor del sol en seda melosa, dulce y oscura, expresa su profundidad en vinos secos, en finos y amontillados. Incluso en Toro Albalá logran extraer su carácter en un blanco joven heterodoxo, muy ligero de alcohol, con apenas 9 grados. O encerrar en la botella la frescura de un fino recién salido de la bota, esa experiencia reservada a quines visitan las bodegas y que milagrosamente se prolonga en el Fino en Rama.
Pero los que electrizan a catadores y degustadores, los que vuelven de cada concurso nacional e internacional con un nuevo premio son los Don PX, la reserva del 72, o el Viejísimo Solera 1922 o el Toro Albalá del 50.
El tiempo y la madera de las barricas se alían para lograr la perfección en vinos bien diferentes, desde el color ámbar verdoso, brillante y trasparente hasta el caoba o el opaco chocolate, desde el aroma campestre a las maderas o las ricas pasas, higos o dátiles; desde el punzante amargo de la nuez al paladar dulce y permanente pero complejo.
Antonio Sánchez revela gusto y conocimiento en cada marca y ha conseguido una variedad que es todo un manual para el degustador. Sin embargo, ninguno de sus vinos es de libro. Ostentan la originalidad, la personalidad de una creación, de una obra de arte.