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Torelló: LA FIESTA MAGNUM DEL 2000

  • Redacción
  • 1999-06-01 00:00:00

La masía sigue siendo la casa familiar, el nido, el reino de las mujeres, las sucesoras de la familia. En su empeño por mantenerla han mudado la rutina rural por un talante empresarial, pero sin perder nunca la medida humana.

Tras los cristales, en su trono humano y confortable, bajo un foco difuso que rasga la penumbra del zaguán, la abuela espía la vida, escudriña atenta el periódico y apenas de reojo vigila el paso de los intrusos.Es la reina de corazones. La reina madre. Y este no es sino el escenario del sueño de Alicia y su fantasía de un juego de cartas. Es una fiesta de no cumpleaños donde la insípida taza de té de las cinco se ha convertido en esbelta y burbujeante copa de cava a deshora.
Y ahí están las pruebas. Es la magia del tarot. La carta magna, la Torre hendida por el rayo que preside el jardín de San Martí de Arriba y que se reproduce en cada etiqueta, en cada botella de Torelló.
La torre, sobre el cerro más alto de la finca, sirvió de comunicación medieval entre las dos vecinas, la de Subirach y la de Gelida. La casa de piedra, ahora restaurada con gusto, es refugio y atalaya desde donde se contempla el variado paisaje de una finca amena de cien hectáreas, el eterno paso del río Anoia, el romántico y ya asumido traqueteo del tren y hasta la moderna agresión de los automóviles.
Realidades que vienen a ser un símbolo del tiempo, de los tiempos, en una historia familiar que ha cumplido seiscientos años y ha visto crecer veinticuatro generaciones.
Es esta última la que hizo descifrar el pergamino desflecado en el que se data la propiedad en antepasados de 1395, aunque el apellido quede en segundo término porque la sucesión ha sido, las más de las veces, por línea materna.
San Martín de Baix es otro hito en esa historia. Frente a la piedra de la casa madre, ésta de abajo opone la rústica cal y la estructura de un exquisita casa de labor. A la vista, una logia de blancos arcos poblada de colecciones a cual más divertida: llaves de todas las puertas y todos los siglos, trillos, hierros de marcar ganado, pesas romanas, instrumentos de forja de utilidades inimaginables, sillas de seis patas...

Una bodega joyero

Más abajo, por una discreta puerta del recibidor, la sorpresa de la bodega. Está ahí, bajo los dormitorios y las salitas, como una pieza doméstica. Y es que así fue y así sigue siendo, un tesoro de uso, un joyero de contemplación, pero también el taller del trabajo diario.
De allí salen anualmente 300.000 botellas de cava , con una estimable proporción en formato magnum, y 40.000 de vino tranquilo. Pero lo importante es que por cada una que sale quedan allí 14 esperando su día, sin prisas.
El laberinto oscuro es un prodigio de saberes artesanales, desde los muros y los arcos de ladrillo que el tiempo obligó a reforzar hasta las pilas de botellas sustentadas al aire por fuerzas misteriosas, milagrosas.
Allí, en un rincón privilegiado, 500 botellones impresionantes de tres litros, los Jeroboam, guardan desde la cosecha del 95 las burbujas que inaugurarán el nuevo siglo, el reserva 2000, elaborado con uvas seleccionadas de cepas que han superado los 45 años. Casi cinco mil magnums completan esta obra conmemorativa.

Conservar lo bueno

Una fecha y una selección especial, aunque el proceso artesanal no puede ser sino el de siempre. Todos los cavas de esta bodega son bruts reales, que no requieren ningún añadido porque se matizan con el tiempo de reserva, tres años los bruts y cuatro los nature.
El vino fermenta en pequeños depósitos de 10.000 litros y la temperatura se controla como siempre, regando los recipientes con gélida agua del pozo. Y el mismo autoabastecimiento se aplica a las levaduras, aisladas de cepas de Sant Sadurní para no perder el carácter original, la distinción.
Conservar. Ese es el secreto. Y sin duda el que esta masía se mantenga en pie y en uso, donde tantas han ido quedando en el olvido, es producto de esa idea y esa pasión.
El capataz va a cumplir cincuenta años y lleva 31 trabajando en la casa, acudiendo día a día al caño de la cocina de donde mana el agua del mejor pozo, atendiendo con mimo cada sonido de una máquina, cada paso de la elaboración o la posición de cada etiqueta. Mientras, Ernestina Torelló y sus hijos plantan nuevas variedades en los viñedos de Subirach, de Gelida o de Sant Sadurní, o se esmeran en exportar las botellas a Japón, por ejemplo, en las mejores condiciones, en contenedores climatizados y envueltas primorosamente en papel de seda para que las etiquetas no sufran el mínimo roce.
Su seguridad se basa en la perfección pero aún hay espacio para innovar, y así han comenzado a criar tintos con Ull de Llebre, Cabernet, Merlot... que duermen en barricas de roble Allier y Limousin hasta su mejor momento, hasta pulir su ensamblaje perfecto.

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