- Redacción
- •
- 1999-09-01 00:00:00
Dos torres de acero, altas hasta catorce metros, sorprenden entre el instrumental habitual de bodega. Son la cuna del mosto, la magia que preserva su inestable naturaleza.
Mosto, madre del vino y de esta sólida casa.
En una foto color sepia, un niño y una niña recuestan la espalda en un muro de piedra. Ana y Fernando son vecinos y residentes en Santiuste. Y por más vueltas que dé la tierra, allí han regresado con sus títulos flamantes a seguir apuntalando a sus espaldas la vieja bodega en que todo empezó.
Porque aunque las cifras sitúen a la empresa como la segunda elaboradora de la D.O. Rueda -Cerrosol- y la tercera o cuarta de Ribera de Duero -Fuentespina- el trabajo, desde la dirección al último detalle estético, sigue siendo función de todos y cada uno de los miembros de la familia.
Avelino, a sus 82 años sigue acudiendo diariamente a la bodega, aparca dinámico y osado su BMW rojo, recompone coqueto en el retrovisor el nudo de la corbata y, sin fallar durante medio siglo a la puntualidad, atiende personalmente a “sus” clientes de toda la vida.
Los tres hijos y sus respectivas parejas hacen el resto. José María, por su formación en la Escuela de la Vid y el Vino es el encargado de pensar los vinos, de dirigir la labor técnica de los cuatro enólogos, en la bodega de Santiuste y en la de Fuentespina y en las denominaciones de origen más características de Castilla-León: los blancos de Rueda, los rosados de Cigales y los tintos de Ribera de Duero y de la recién catalogada Tierra de Medina.
Y comieron perdices...
Una crónica de revista del corazón haría hincapié en que aquella pareja del retrato acabó en boda y Fernando y Ana se ocupan hoy de las labores comerciales. Él, con el mismo talante detallista de su padre, se empeña en visitar a cada una de las anotaciones de su agenda al menos una vez al año, de forma que todos tienen cara y alma. Ella, en medio de la vorágine de los teléfonos, discrimina un sembrado de botellas que cubre su mesa de despacho para elegir la imagen de una marca, la grafía de una etiqueta, el sello distintivo que después exhibirá por las ferias del mundo.
Un contraste, esa vorágine y ese tráfago, con la placidez del pequeño pueblo, desierto en el sueño de la siesta estival. Un contraste también entre el interior moderno, activo y funcional de los nuevos edificios de la bodega y el exterior que se mimetiza con el estilo general de la villa -casitas bajas de ladrillo y yeso rosa- aunque le delate el tamaño, solo comparable a la vieja iglesia y, hoy, tan importante y emblemático como ella. Y es que, como única industria de un pueblo agrícola provee el trabajo de buena parte de los habitantes, de varias generaciones y de familias al completo.
Hace cincuenta años que los Vegas, impulsados por unos socios vascos, descubrieron el potencial de las cepas Verdejo de la zona, las históricas, las más prestigiosas y cotizadas, las de Santiuste y Aldeanueva y los contornos segovianos.
Y aunque la solidez de la empresa se ha sustentado en la elaboración de mostos, en la incorporación de las técnicas punteras para conservar y estabilizar un producto tan delicado, es el vino, los vinos, los que han traído fama, pasión y refinamiento.
Vinificar con riesgo
Con ellos se aventuran a experiencias como fermentación en barrica, maceración en blanco, o a posponer la cosecha hasta los primeros fríos en busca de esos vinos sorprendentes que son los “vendimia tardía” o los vinos de hielo, tan famosos en otras latitudes.
Son 10.000 botellas que suponen un pequeño capricho en el volumen de la casa: cinco millones de litros de mostos, 2,2 millones de Rueda -Doña Beatriz y Cerrosol- cuatrocientas mil botellas de rosado en Cigales, 150.000 de tinto Tierra de Medina y, desde el 93, un crecimiento imparable en la Ribera de Duero, en la bodega de Fuentespina donde adquirieron y rehicieron la Cooperativa Santísima Trinidad, con 385 ha. de viñedo, un parque de 1.400 barricas de crianza y capacidad para elaborar dos millones de litros. Todo en su punto, las cepas con más de 25 años y las barricas con menos de cinco.
Y es que las cifras, las cantidades eclipsantes, no están reñidas sino que más bien impulsan y facilitan la calidad. Permiten, por ejemplo, seleccionar el producto de la vendimia de cepas viejas de Tinto fino, de más de cuarenta años, a la hora de elaborar los Reservas del Fuentespina y combinar con puntuales trasiegas la influencia del roble americano y las del francés limousin. Eso le ha valido a la añada 95 el reconocimiento de los catadores, que le otorgaron la medalla de oro en Burdeos, en la última edición del prestigioso concurso Challenge Internacional.