- Redacción
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- 2000-12-01 00:00:00
Tras las rejas del portón revolotean las faldas. Las cinco nietas juegan entre toneles y depósitos como años atrás lo hicieran las cuatro hijas, las que hoy sustentan el imperio Pesquera y la fama de un creador que es ya una leyenda, Alejandro Fernández
A lo lejos, con esa nitidez que siempre luce el cielo castellano, se perfila, altivo, el castillo de Peñafiel, algo que, por pura evidencia, el tópico define como un barco varado en una ola, sobre el inmóvil mar de la llanura. Su patio sur acoge el Museo del Vino de la Ribera del Duero, y no por azar, sino más bien como un símbolo de la vocación expansionista de estos vinos, de su capacidad para surcar los mares hasta los puntos más remotos del globo.
Y quizá, entre todos ellos, entre los que han cincelado el prestigio y la cotización de la moderna Ribera, el pionero fue Pesquera, descubierto y encumbrado al otro lado del Atlántico en un momento en que el mercado norteamericano imponía modas y era capaz de consolidar marcas y garantizar su futuro. Tal como hoy mismo, cuando el futuro ya está aquí y Pesquera ha tenido que crecer con una nueva bodega acorde a las necesidades.
En el pueblo poco ha cambiado, las cortinas de lona rayada revolotean a la puerta de las humildes casas de piedra, cal y ladrillo. Sólo la torre circular de la bodega compite con el modesto campanario, únicos hitos en la llanura dorada.
La Calle Nueva se aboca sobre el Duero, en un mirador plácido como el de la bodega primitiva que ahora se reserva para comedor y recepción de visitas. Allí, desde la solana, una contemplación minuciosa revela el cambio de los últimos años, descubre cómo el maiz, la remolacha y el trigo, que tiempo atrás sustituyeron al viñedo, van otra vez perdiendo terreno en favor de las cepas.
Dichoso aquel que, como Alejandro Pesquera, puede disponer de 220 hectáreas en producción, de una joya como Viña Alta que ha cumplido 27 años y extrae lo mejor de un suelo de aluvión, o como la del Llano de Santiago que, contra lo que su nombre indica, se enclava en un monte de suelo arcilloso donde madura mucho más lentamente.
La reina Tempranillo
Esa dispersión, esa diversidad es la que permite elaboraciones complejas y mantener, cosecha tras cosecha, un gusto característico, inconfundible aunque proceda de una variedad única, la Tempranillo de la zona, la que aquí llaman Tinto fino. Pero también supone una dificultad añadida para quien, como ellos, pone el acento en el mimo de la uva y no tiene prisa por vendimiar. Y así, en espera de la madurez más plena, la recolección, entre una y otra zona, se puede prolongar más de un mes.
Una hectárea de viña recién plantada rodea la nueva bodega. Dos naves que apenas permiten adivinar lo que encierran tras un perfecto aislamiento. La de elaboración, que se estrenó con la vendimia 99, se ha pertrechado con cincuenta depósitos pequeños, de 20.000 litros, porque así se controla mejor cada elaboración.
Entre los vinos míticos
Bajo el suelo se reproducen tres de las cinco naves superiores, y allí se apilan 7.000 barricas de roble francés para criar el Mileniun, y de roble americano para el resto del catálogo. Se ha duplicado la capacidad de la bodega antigua, pero el tiempo sigue imponiendo su ritmo y de aquí los vinos salen criados en su justa medida: reservas y grandes reservas. Salen tintos plenos, de intenso y vivo color, rebosantes de aromas complejos, ejemplos de madurez, de frutosidad; tragos carnosos, pulidos, redondos y duraderos. Vinos rotundos y personalísimos que los especialistas más prestigiosos del mundo comparan sin prejuicios con las copas de referencia del Medoc, con Petrus, Latour o Mouton.
Esa categoría y esa elegancia resulta aún más milagrosa cuando procede de la intuición, la sabiduría y la sensibilidad de alguien que se define como un hombre del campo, de alguien que, sin tradición ni herencia, fundó su bodega en el año 72 y que ha desarrollado su estilo en solitario. Ahora sí. En los últimos tiempos, las cuatro hijas de Alejandro y Esperanza, crecidas al arrullo de las prensas, entre la sombra de los pámpanos y los aromas de vino, se han ido distribuyendo labores y responsabilidades de lo que es, plenamente, una empresa familiar.
Lucía permanece en Pesquera de Duero, Olga, en Roa, y Mari Cruz, en Zamora. Y Eva, la pequeña, comparte con su padre la dirección enológica de todas las bodegas de la casa. Hay mucho que hacer pero muy poco que innovar. Todo está consolidado y la nueva bodega viene a perpetuar una calidad y un estilo que, desde su nacimiento, se reveló ejemplar.