- Redacción
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- 2001-02-01 00:00:00
Los Cantarero han nacido y crecido entre el vino. Con espíritu emprendedor dejan ahora atrás épocas pasadas para dedicarse a perseguir un sueño. Y ese sueño, la calidad, ya se ha encarnado en su vino.
El pueblo manchego está desierto. Y allí, en una esquina, con un pesado cántaro apoyado en la cadera, la piedra blanca rinde homenaje a “la esforzada mujer fuenteña”. Fuente de Pedro Naharro. Si en vez de agua, de cántaro y de fuente, la triste señora hubiera dedicado su esfuerzo al vino, otra cosa serían sus ojos y su pueblo.
Sin embargo, el entorno es un canto al vino. Casi sin más accidente que algunas manchas oscuras de cipreses, las cepas viejas y las nacientes plantaciones ponen coto al cereal.
El pueblo está desierto. Las familias al completo salen muy de mañana para cuidar sus campos. Cuando el tiempo lo impide, el bar se puebla de agricultores que comparten su vida y su pasión: la tierra, las viñas, el momento del campo, las expectativas. Allí se corre la voz de un nuevo artilugio para riego, de un nuevo compuesto para abono o de un ingenio personal que da buen resultado. Pero en la mano, apenas una taza de café en invierno o una caña de cerveza en verano. El protagonismo de la viña no se traduce en placer, curiosidad, sentimiento o interés por el vino.
La excepción tiene nombre propio: Bodegas Fontana. Y sus cabezas visibles, los hermanos Cantarero, Ana y Jesús, sueñan con que la competencia desembarque cuanto antes, potente y creativa, y poder así compartir y contrastar experiencias, ideas y ese resultado, que es, al fin y al cabo, cada botella que sale de la bodega.
Esa soledad es el precio que han de pagar los pioneros y estos, efectivamente lo son. Puede parecer un contrasentido cuando se trata de una familia local y cuando han cumplido tres generaciones en el mundo del vino y de todo lo que lo rodea, desde zumos a alcoholes. Pero es que la concepción de la nueva bodega, desde la preciosa imagen estética hasta la estructura empresarial y comercial, supone una revolución frente al pasado y frente al entorno.
Buscando la alta expresión
Desde hace tres años su proyecto se centra en la elaboración de vinos de calidad y de cosecha propia. Para eso han desarrollado la construcción de una hermosa y eficaz bodega y la reconversión o nueva plantación de viñas que cubren ya 600 hectáreas. Aún conservan 120 de Airén, la uva típica de la zona, pero el fin es reconvertirlas también a tinto, que ahora ocupa un 85% de Tempranillo y un 15% entre Cabernet Sauvignon, Merlot y Syrah.
Las variedades, la enorme extensión y la distribución en zonas diferenciadas -300 ha. en Mancha baja, a 700 metros de altitud, y el resto, en Mancha alta o Alcarria donde maduran lentamente en el contraste de días cálidos y noches frías- hace que la vendimia, puntillosa, se prolongue desde agosto a octubre. Juan Fuente, el enólogo, coordina con otros tres agrónomos el momento óptimo para cada parcela y cada variedad, y disfruta ese tiempo, la satisfacción de la cosecha, por encima de la vorágine. Lo mas difícil de su tarea es adaptar las uvas a las zonas, decidir cuales requieren espaldera, cuales se acomodan a vendimia mecánica, los tratamientos... Y lo más doloroso es la “vendimia en verde”, eliminar sin piedad tantos frutos, tantas promesas, para favorecer a los que se conservan. Porque aquí la privilegiada estabilidad anual de la zona y el clima son aliados generososos para producir cantidad, mientras la estricta limitación se refleja en la calidad.
No hay más que dejar que la uva y la tierra se manifiesten. Por eso persiguen un vino de alta expresión y no de diseño previo. Por eso les complace ir a la viña, ver la uva desarrollándose y volver a casa y meter la nariz en una copa y discernir el resultado.
El proceso pasa por flamantes cubas de acero al aire libre para fermentación y primera conservación -puesto que el invierno lo permite- con capacidad para cuatro millones y medio de litros. Todo limpio, sencillo y a la vista.
Después, tras la nueva piedra y bajo la reluciente madera del techo, 1.600 barricas hacen su labor callada. Un semicrianza, el Fontal 98, como tarjeta de presentación y, de allí al futuro, solo crianzas, reservas y grandes reservas. Las esbeltas columnas de ladrillo mozárabe y los arcos que configuran el botellero son un símbolo de la solidez de lo hecho y de las posibilidades por hacer.
Cuando Román, el padre, contempla esas botellas quietas -y las de una ampliación inminente, porque han comprobado que evoluciona muy bien en botella- se inquieta, pero ya no se preocupa. Sabe que la casa han encontrado el buen camino.