- Redacción
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- 2003-01-01 00:00:00
Se ha cerrado el círculo. Lo que empezó como una hospitalaria finca de recreo se fue poblando de viñedo y de actividad. Ahora, con la inauguración de un lujoso hotel junto a la bodega, Arzuaga vuelve a ser el anfitrión en sus dominios.
ntes que el vino, antes incluso que la uva o la viña, fue la encina. Sobre la tierra quieta creció su sombra por más de diez siglos. Desde su copa ha visto retozar generaciones de jabalíes, manadas de ciervos. El retrato del más hermoso ha pasado a presidir lo que en otro tiempo hubiera sido el escudo de familia y hoy se traduce en el orgulloso logotipo de la firma. Porque para Florentino Arzuaga y para su familia, que ha crecido disfrutando ese entorno, esa reserva cinegética de 1.400 has. es su mayor tesoro.
El Duero arrastra allí sus aguas, silencioso, como dormido. Pero despierta cuando su nombre es nombre de vino. Cuando la familia se asentó en la finca, junto a la vecina Vega Sicilia, solo se contaban en el registro de la Ribera 57 bodegas. Hoy son 170 y Arzuaga, por algo más que el perogrullesco orden alfabético, se encuentra entre las de cabeza.
La sustenta su visión pronta de lo que sería esa explosión vitivinícola de la zona. Por eso en el año 87 plantaron las primeras 25 Has, de viñedo. Se amplió hasta 150 Has en distintos pagos a principios de los 90, con Tempranillo -la Tinta Fina de la zona-, Cabernet Sauvignon y Merlot, y dos años más tarde inauguraba sin escatimar gastos la enorme bodega coronada por una espectacular espadaña. Desde entonces, con sucesivas ampliaciones, con las puertas abiertas al público, con la oferta de parada y fonda, se ha convertido en hito y símbolo de ese tramo privilegiado de una carretera que, -¡tiempo al tiempo¡-acabará por bautizarse como la arteria del vino.
Sin antecedentes familiares A lo sumo, rebuscando en la genealogía, un abuelo que elaboraba sidra en el País Vasco. Su vida profesional se movía con indudable éxito, diversificada entre el sector textil y el hostelero, de modo que no era arriesgado pensar que la aventura bodeguera tenía exclusivamente un incentivo comercial. Sin embargo ha sido mucho más. Como prueba ahí está el resultado, la calidad, el reconocimiento que año tras año alcanzan sus vinos. Tan sólidos como la arquitectura de piedra y sillar, como la forja de las rústicas lámparas medievales, como las robustas maderas convertidas en escalinatas, vigas, muebles, cabeceros, barricas o murales, las que envuelven la salas de cata por doquier, con vocación de eternidad.
El cuidado empieza en la viña, en un suelo avaro, en un clima cruel y en añadidas medidas de limitación de producción. Prosigue en las manos que podan con rigor pero vendimian con mimo, en cajas de 15 kilos que llegan inmediatamente del campo a la pulcra nave de elaboración. Allí se despalillan y pasan a modernos depósitos de temperatura controlada. Un millón de litros que proceden de uvas propias y controladas. De allí sale un catálogo caprichoso que incluye un blanco muy original, fermentado en barrica, y hasta un espumoso, 4 ó 5 mil botellas de un brut reserva con tres años de guarda, impensable en esta zona de tintos, bautizado como Txapana, y realizado como el Champagne, con Chardonnay y una uva tinta, Pinot Noir.
Pero las joyas de la sacristía, que aquí gustan llamar “archivo” son, sin duda, los tintos, todos criados en un parque de 3.000 barricas más allá del tiempo que exige la ley para cada categoría. La casa apuesta por vinos completamente terminados, redondos, desde el crianza al Gran Reserva. El más mimado es un reserva especial del que salieron menos de 2.500 botellas y algo más de 1.000 magnums, y que procede de cepas de 80 años en una colina asomada al sur, un varietal de Tinta Fina, carnoso, complejo, expresivo y pleno de aromas.
El hotel de cinco estrellas y 24 habitaciones invita a los aficionados al enoturismo, unas jornadas de inmersión en esos perfumes y esos gustos, en la actividad de la bodega, en la cocina castellana, en el vino y en la propia naturaleza.